Un año después, los talibanes no molestan a Occidente
Los radicales intentan dar una imagen de 'moderación' desde que llegaron al poder en Afganistán
BarcelonaEl Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó el 15 de octubre de 1999 una resolución para imponer sanciones a los talibanes porque daban asilo en Afganistán al entonces líder de la red terrorista Al Qaeda, el saudí Osama bin Laden. En aquella época, los talibanes ya llevaban tres años en el poder en Afganistán, habían prohibido trabajar a las mujeres y estudiar a las niñas, habían impuesto el uso obligatorio del burka, habían ordenado la destrucción de todas las fotografías y televisores de Afganistán y habían cerrado los medios de comunicación y protagonizado ejecuciones públicas salvajes. Por ejemplo, la de quien fue presidente del país entre 1987 y 1992, Mohammad Najibulá, cuyo cuerpo arrastraron por las calles de Kabul atado a la parte trasera de un camión para después colgarlo de una farola.
Con todo, lo que motivó la resolución de la ONU no fue la violación sistemática de los derechos humanos por parte de los talibanes, sino la necesidad de capturar a un Bin Laden que ya empezaba a ser una amenaza para Estados Unidos. Al Qaeda había protagonizado varios atentados contra intereses norteamericanos, como los brutales ataques contra las embajadas de Estados Unidos en Tanzania y Kenia el 7 de agosto de 1998, en la que murieron 224 personas y más de 4.500 resultaron heridas.
Pese a las sanciones impuestas por la ONU, el 6 de marzo del 2001 los talibanes se superaron a sí mismos e hicieron volar por los aires los famosos Budas gigantes de Bamian, dos esculturas de 38 y 55 metros de altura que habían sido excavadas en un acantilado en el centro del Afganistán entre los siglos VI y VII y que la Unesco había declarado Patrimonio de la Humanidad. A pesar de esto, los países occidentales no reaccionaron. Lógicamente, condenaron el brutal ataque al patrimonio cultural, pero no hicieron nada para apartar los talibanes del poder.
La situación cambió radicalmente con los atentados de Al Qaeda contra los Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001, con los que Washington y el resto de países occidentales sí que vieron su propia seguridad amenazada. Entonces la OTAN inició una operación militar en Afganistán para barrer del poder a los talibanes y capturar a Bin Laden. La intervención duró dos décadas, hasta que las tropas norteamericanas se retiraron del país de forma caótica el verano pasado. El repliegue hizo que los talibanes volvieran al poder y todo volviera a la casilla de salida.
Entre dos aguas
Los talibanes han aprendido a moverse entre dos aguas durante el último año en el que han estado en el poder en Afganistán. Han prohibido a las mujeres trabajar, pero también permiten que algunas mantengan su lugar de trabajo en hospitales, escuelas y oficinas del gobierno. También han prohibido estudiar a las niñas de más de 12 años, pero aceptan que lo hagan las menores de esta edad. Exigen que las mujeres se cubran con el burka, pero no se oponen a que simplemente lleven un pañuelo en la cabeza y una túnica ancha de colores oscuros que no les marque las formas del cuerpo.
Además, esta vez no han prohibido ni las fotografías ni la televisión. Todo lo contrario, ellos mismos se hacen selfies o salen en la pantalla. Tampoco han cerrado los medios de comunicación, aunque han impuesto una clara censura y han hecho la vida imposible a muchos periodistas. Y ya no protagonizan ejecuciones públicas. Han asesinado a antiguos miembros del gobierno y de las fuerzas de seguridad afganas, pero de forma discreta: en la mayoría de casos, los ejecutan en el mismo lugar donde los detienen, sin montar ningún espectáculo, según un informe de las Naciones Unidas sobre la violación de los derechos humanos en Afganistán hecho público en julio. Incluso esta vez los talibanes cuidan el patrimonio cultural, y de momento mantienen abiertos el Museo Nacional y el Instituto Arqueológico de Afganistán.
Si en los noventa Occidente no movió ni un dedo para apartar los talibanes del poder a pesar de las barbaridades que cometían, es difícil creer que lo haga ahora con unos talibanes que se esfuerzan por dar una imagen de moderación. Más aun teniendo en cuenta que quizás nos interesará hacer negocios con ellos en el futuro. Afganistán tiene frontera por el noroeste con la república exsoviética de Turkmenistán, donde está una de las reservas de gas más importantes del mundo. La manera más fácil de exportar este gas sería construir un gasoducto que cruzara todo Afganistán y conectara Turkmenistán con Pakistán, donde hay salida al mar.
El anhelado gasoducto
En los años noventa, dos empresas, la norteamericana Unocal y la argentina Bridas, ya se interesaron por este proyecto e incluso mantuvieron contacto con los talibanes con este objetivo. Actualmente, los talibanes están interesados en retomar la construcción del gasoducto en un momento de especial escasez energética por la guerra en Ucrania. Esto, sin duda, les daría reconocimiento internacional y, de rebote, legitimidad como gobernantes de Afganistán pase lo que pase en el país.
El 31 de julio pasado Estados Unidos abatió en Kabul con un dron a Ayman al Zawahiri, que había sido líder de Al Qaeda desde la muerte de Bin Laden. Y durante los últimos meses el Estado Islámico ha protagonizado repetidos atentados en Afganistán contra la población civil. Afganistán vuelve a ser un santuario para terroristas, a pesar de que los talibanes se comprometieron a evitarlo en el acuerdo de paz que firmaron con Estados Unidos en febrero del 2020. Pero ni esto ni la violación de los derechos humanos en el país parece quitarle el sueño en Occidente mientras no nos salpique a nosotros directamente y nuestra propia seguridad no esté en juego.