MAGRIB I PRÒXIM ORIENT

Diez años de las revoluciones en el Mediterráneo: entre la revuelta y la sangre

Las causas del malestar continúan sepultadas y agravadas por el impacto de la pandemia

Una dècada de revolta i de sang ‘Al shaab iurid’ (La gent vol)... llibertat
Cristina Mas
17/12/2020
3 min

BarcelonaHoy hace diez años que Mohamed Bouazizi, un joven vendedor ambulante de un pueblo del interior de Túnez, se prendió fuego para protestar porque la policía le había confiscado la parada de fruta. Su sacrificio se convirtió en un símbolo de la humillación a manos de unos estados corruptos y despóticos que robaban el futuro de sus jóvenes. La chispa encendió la mecha y diez días después de la muerte del vendedor la oleada de manifestaciones y huelgas generales masivas obligaba al entonces presidente tunecino, Zine al-Abidine Ben Ali, a huir en avión a Arabia Saudí. La gente le había ganado la partida al dictador y el ejemplo corrió como la pólvora y se expandió al norte de África y al Próximo Oriente: Egipto, Libia , Bahréin, Yemen y Siria ponían la palabra revolución a la orden del día. La década siguiente, sin embargo, ha sido de dolor y contrarrevolución, con la guerra de Siria como un esperpento, pero los problemas de fondo seguían y la semilla de la revuelta volvió a germinar el año pasado en Argelia, el Líbano e Irak. Una segunda oleada que se ha tenido que poner en pausa por la pandemia.

Las fuerzas motoras del cambio eran claras y continúan estando hoy sobre la mesa: un largo listado de agravios que se resumen en desigualdad, corrupción y autoritarismo, con unas élites ricas y mimadas por los vecinos europeos y los Estados Unidos. Todo esto se combina con el estallido demográfico de una juventud expulsada a los márgenes que sentía que no tenía nada a perder si se arriesgaba a cambiar las cosas. Factores que no eran ajenos a lo que pasaba en este lado del Mediterráneo: el movimiento del 15-M o la revuelta de Grecia contra la troika.

El sueño de cambio se estrelló contra la violencia de los estados, desde la intervención de la OTAN y la guerra en Libia hasta el descenso a los infiernos de una Siria que El Asad prometió quemar si no podía gobernar, o el golpe de estado en Egipto, que a cobijo de la oleada de descontento con la gestión de los Hermanos Musulmanes acabó imponiendo una dictadura más feroz que la que los manifestantes de Tahrir habían conseguido derrocar. Las revueltas barrieron el poder político pero no el económico ni el militar, que pilotaron las transiciones para hacer volver las aguas a su curso. Hoy en Siria y Egipto hay muchos más prisioneros políticos que en 2011, y los muertos y desaparecidos se cuentan por centenares de miles.

Europa sólo sufrió colateralmente el golpe del terremoto, en forma de llegada de unos cuántos centenares de miles de refugiados -muchos menos de los que han acogido los países vecinos-, pero hubo bastantes para que los populismos lo aprovecharan para descoser las costuras de una UE atravesada por crisis propias y ajenas.

Segunda oleada

Y cuando parecía que la región había aprendido la lección de que la revuelta se paga con sangre, los agravios volvieron a estallar en 2019 en las calles de Argelia, cuando los militares que mueven los hilos del “sistema” pensaron que era una buena idea presentar al octogenario y enfermo presidente ausente Abdelaziz Bouteflika a un quinto mandato. Las movilizaciones masivas obligaron a retirarlo, pero ahora en su lugar está otro octogenario que también está enfermo y también está fuera del país. Y en el Líbano, un nuevo impuesto para Whatsapp fue el detonante de una protesta masiva contra un sistema corrupto y sectario, que también era cuestionado por la juventud en Irak.

Todas estas protestas han quedado confinadas con la pandemia, una situación que los regímenes autoritarios han aprovechado para reprimir todavía más la disidencia. Pero esto no quiere decir que el malestar se haya acabado. Como advierte el Cidob en la nota sobre perspectivas del año próximo, “la desesperanza y la frustración, en parte por la carencia de resultados de los ciclos de protesta anteriores, así como una mayor represión por parte de las fuerzas de seguridad, comportan un claro riesgo que este nuevo ciclo adquiera un carácter más violento”.

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