Cooperación

Médicos Sin Fronteras: medio siglo de combate humanitario

La organización llega a las crisis más inaccesibles sumando acción y denuncia

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oleada de desplazamientos a la ciudad de Bouca, (región de Ouham), al nordeste de la República Centroafricana (RCA), después de los enfrentamientos entre elementos anti-balaka denunciados y las fuerzas del ex-Séléka la semana pasada.

BarcelonaAlbert Viñas es un sabadellense de 62 años que trabaja como coordinador de emergencias en Médicos Sin Fronteras (MSF) desde hace dos décadas. La compilación de las 48 misiones en que ha participado es un compendio de los peores desastres humanitarios que se han sufrido en el mundo en el inicio de siglo: el hambre en Kenia, la guerra de Angola, las masacres de Darfur, el terremoto de Haití... hasta la última ofensiva yihadista en Mozambique o la crisis actual en la región etíope de Tigré. La semana que viene viajará a Sudán del Sur. Podría explicar mil situaciones terribles que ha vivido en su propia piel, pero dice que no le gustan las “batallitas”. De esta vida marcada por escenarios apocalípticos se queda con una anécdota: “En 2003, en la República Democrática del Congo, había una niña pequeña que había perdido el habla después de que le mataran a sus padres. Yo iba de aquí para allá y un día que la llevaba me dijo muzungu, que significa hombre blanco; así volvió a hablar”.

En plena pandemia mundial –que ha puesto a la orden del día un concepto que la organización esgrime desde hace muchos años: la salud global– MSF conmemora estos días su 50º aniversario, un hito que para David Noguera, que hace unas semanas acabó su mandato como presidente de MSF España, tiene un regusto contradictorio: “Nos gusta mucho lo que hacemos, pero la mejor noticia sería que pudiéramos dejar de existir... porque todas las crisis en las que trabajamos serían evitables. Tenemos recursos para que no pasen, si pasan es porque quienes tienen que tomar las decisiones adecuadas no lo hacen”.

13 de abril del 1994. Refugiados ruandeses en la frontera entre Burundi y Ruanda

Justamente es lo que está pasando con la pandemia. Tal como denunciaba la OMS hace solo unos días, el próximo trimestre se habrían podido fabricar suficientes vacunas para cubrir a toda la población adulta del mundo, pero los países ricos las están acaparando para administrar terceras o cuartas dosis o inmunizar la población infantil, lo cual nos aleja de la salida. “Hasta que no se liberen las patentes y se pueda vacunar a todo el mundo no se acabará el problema. Hace unos días murió de covid un compañero chadiano que no se había podido vacunar, porque allá no tienen suficientes dosis ni siquiera para el personal sanitario, que es la principal barrera de contención en los países del sur”, denuncia Paula Gil, que ha cogido el relevo de la presidencia y se ha convertido en la primera enfermera que asume la máxima responsabilidad en la rama española de la organización, después de que el año pasado se modificaran los estatutos que limitaban el cargo solo a los médicos. “Es un orgullo, en un momento en que la enfermería está sufriendo tanto”, afirma.

Noguera admite que todavía no se ha repuesto del golpe que sufrieron en junio, cuando tres compañeros suyos fueron asesinados en la región etíope de Tigré. “Lo arrastraré tiempo: todavía estoy en proceso de luto, de rabia y de frustración, porque es tan cruel, tan injusto...”. Y no es la primera vez que los cooperantes pagan con su vida su esfuerzo para asistir a los más vulnerables en los momentos más difíciles. Al contrario, los contextos son cada vez más complicados.

De Biafra al compromiso con la denuncia

Cuando se fundó MSF, en 1971, los conflictos se ordenaban en la ecuación de la Guerra Fría entre las dos grandes potencias mundiales. Entonces un grupo de médicos y periodistas franceses que habían trabajado con el Comité Internacional de la Cruz Roja en la guerra de Biafra (Nigeria) decidió dar un paso adelante y al volver a París rompieron su compromiso de confidencialidad para denunciar al mundo lo que habían visto. No era suficiente con salvar vidas: había que denunciar las violaciones de derechos, movilizar la opinión pública y profesionalizar la ayuda. De un escenario de guerra fría se ha pasado a uno de multipolar, donde ya no hay conflictos locales, porque en todos hay injerencias e intereses cruzados, se acumulan los actores y se complican las salidas.

Vista de un campamento de refugiados etíopes. Después de que las fuerzas somalíes invadieran la región de Jijiga y Harare, varios miles de personas se refugiaron en campos de refugiados en la frontera con el distrito de Ali Sabieh

Desde la “guerra contra el terror” impulsada por Estados Unidos al principio del siglo, las grandes potencias han vinculado la ayuda humanitaria a objetivos políticos, lo cual ha acabado poniendo a los cooperantes en el punto de mira.

Desde sus orígenes, la organización se ha caracterizado por una manera particular de entender la profesión médica y de la necesidad de combinarla con una denuncia que señala a los responsables de los desastres humanitarios. Por eso los expulsaron en los años 80 de Etiopía, cuando denunciaron que las grandes organizaciones estaban completando, con la ayuda humanitaria, la logística de un desplazamiento forzoso. Unos años más tarde, en la guerra de los Balcanes, se constató que su presencia no podía evitar matanzas indiscriminadas de civiles, cuando la gente iba a los hospitales de MSF no para buscar ayuda médica sino protección. En el genocidio de Ruanda 250 miembros de la organización murieron en una intervención militar.

El neonatólogo de Alepo

Mercè Rocaspana, una enfermera de Sant Cugat que trabaja en la organización desde hace casi veinte años, ha sido testigo en primera persona de cómo han cambiado las cosas para los cooperantes en la era post 11-S. “Todo se ha hecho más difícil porque se ha mezclado la ayuda humanitaria con las estrategias políticas y militares, y ahora cuesta mucho que la gente entienda que somos neutrales e independientes de todo poder político. Hacemos muchos esfuerzos para tener buenos protocolos de seguridad pero al final lo que más nos protege es la aceptación de la población para la cual trabajamos. Tienes que encontrar un equilibrio difícil entre alejarte del peligro pero estar lo bastante cerca de las personas que están sufriendo”.

A pesar de que ha visto los peores desastres humanitarios en África, Rocaspana admite que “nunca te acabas de endurecer lo bastante”. “Cuando llegué a Siria me pareció que en una década de experiencia no había visto nunca una guerra de verdad”, reconoce. Las semanas que vivió en Alepo, la ciudad del norte de Siria que resistió hasta el último aliento los bombardeos de Bachar el Asad, Rusia e Irán, la marcaron: “Los sirios tenían una vida como la nuestra y nos enganchamos mucho emocionalmente. Recuerdo mucho un día que visitamos un hospital bombardeado y encontramos a un neonatólogo que nos dijo que no se marcharía mientras quedaran niños en la zona... y es inevitable preguntarte qué harías tú si esto pasara en tu país”.

¿Y cómo se soporta vivir en primera línea tanta tragedia? Noguera rehúye el estereotipo del trabajador humanitario que se sacrifica. “¿Es duro? Sí. Però también quema madrugar cada día para ir a trabajar en la fábrica. Yo hago lo que hago porque lo he decidido voluntariamente. Asumimos un riesgo importante, como lo hacen cada día los bomberos o los pescadores de altura: no somos boinas verdes ni mártires, ni somos mejores ni peores personas por hacer lo que hacemos. Para mí haber dedicado veinte años a hacer lo que he hecho ha sido un privilegio, que me ha dado otra perspectiva del mundo”. Para Rocaspana, la clave es seguir el consejo que le dio un colega veterano cuando ella apenas empezaba: “Tienes que disfrutar de aquí cuando estás aquí y de allá cuando estás allá, ser consciente de dónde estás en cada momento y saber ver las cosas positivas cuando te rodea tanta desgracia”. Ver en cada vida salvada una victoria colosal, porque “si no tienes capacidad de ver las cosas buenas tanto dolor te acaba entrando dentro”.

Con la bandera de la independencia

La independencia política ha sido una de las grandes banderas de la organización, que ha funcionado como una brújula en los lugares más difíciles. En 2016, por ejemplo, MSF renunció a todos los fondos procedentes de la UE y de sus estados miembros, en protesta por las políticas migratorias europeas y el acuerdo de la vergüenza para deportar refugiados a Turquía. Esta independencia es posible gracias a sus siete millones de socios en todo el mundo (86.000 en Catalunya).

Gil encara su mandato con muchos retos sobre la mesa: la pandemia, conflictos cada día más sucios que dificultan el acceso humanitario a las poblaciones afectadas, el impacto del cambio climático, que en algunos lugares como Yemen o el Sahel ya está causando problemas de acceso a los alimentos o al agua... Todo esto en el contexto de la fuerza creciente de los discursos de ultraderecha en Europa que “nos insulta, degrada las personas y crea mucha más inseguridad a las poblaciones y a la organización”.

MSF apoya al Centro de Tránsito de Ébola en Bunia. El personal médico e higienista se viste con el EPI para entrar en la zona de alto riesgo del Centro de Tránsito de Ébola en Bunia

Pero además de responder a las nuevas amenazas del mundo de hoy, MSF afronta también cambios internos como un cambio de paradigma para trabajar “más cerca de las comunidades en lugar de solo desde los hospitales a lso que mucha gente no puede llegar” y desde un punto de vista “menos vertical, implicando a las comunidades para decidir qué tipo de ayuda necesitan”. Esto quiere decir continuar el esfuerzo de descentralización y ganar en diversidad (los 65.000 trabajadores de MSF en el mundo son de 170 nacionalidades diferentes), mientras se continúan reforzando las medidas de seguridad. A su vez Gil tiene también como prioridad una política de tolerancia cero contra el sexismo, el racismo o cualquier forma de discriminación de puertas adentro. 

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