El Maratón llegó ayer a la trigésimo tercera edición y, por suerte, sirvió para corregir algunos de los planteamientos del año pasado que no fueron exitosos. Con las enfermedades respiratorias se recuperó el énfasis en la investigación que con la salud sexual y reproductiva quedó demasiado olvidada. Se mantuvo el equilibrio entre la fiesta popular en todo el territorio y el espectáculo televisivo en plató, pero con muy buena continuidad narrativa. La clave fue la figura de Albert Om. La vuelta a un formato de un único presentador y su buen trabajo dieron oxígeno al espectáculo en un aspecto que puede parecer obvio, pero que es determinante en un programa solidario: la personalidad. Om tiene el equilibrio perfecto entre el rigor periodístico y la calidez humana necesaria. No exhibe ningún tipo de afectación enrollada cuando interactúa con las personas, no se sirve ni de la cordialidad teatral ni de la condescendencia televisiva que trata a las personas anónimas como si fueran personajes.
El Maratón obliga a los cambios de tono constantes: se pasa de una situación festiva al drama sobrecogedor con muy poco tiempo. Y es difícil gestionarlo con respecto a la emocionalidad, no sólo internamente sino en la capacidad de modular el tono con el que te diriges a la audiencia, que, al fin y al cabo, pese a ser invisible, es clave. A pesar de la fiesta de país que representa el programa, la inmensa mayoría de gente lo mira desde casa con un papel absolutamente pasivo y debe interpelarse adecuadamente para que haga las donaciones. Ante la dureza de las historias de los testigos, Om se convierte en alguien cercano sin caer en la sobreactuación y la sensibilidad azucarada. No arrastra la narrativa hacia una exhibición de trascendencia sobre lo que está haciendo. Prioriza la sinceridad en la solemnidad, y la austeridad en la impostación. Y no es fácil cuando tus interlocutores son niños con enfermedades crónicas muy graves o personas que expresan con gran entereza que ven muy negro su futuro con argumentos irrefutables. Es paciente y sabe escuchar. Pero, sobre todo, sabe que él no es el protagonista. Un detalle en el que se nota el control del difícil engranaje entre la dimensión emocional y la maquinaria televisiva es en la gestión del tiempo. Un maratón implica vivir bajo la tiranía del reloj y puede acabar estorbando. Siempre se va tarde, y ante las historias de los afectados y los conocimientos de los médicos, el cronómetro puede ser cruel o inhumano. A lo largo de todo el día, pero sobre todo cuando ya se acumulan muchas horas de programa, Albert Om nunca exteriorizó la prisa por terminar ni la ansiedad del tiempo. Como presentador tiene una gran conciencia de lo que transmite y una capacidad de concentración enorme en lo que se refiere a cada momento. Se trataba de cada testigo, de cada enfermo, de cada experto y de cada médico como si sólo tuviera que hacer aquella entrevista.
En términos de espectáculo televisivo, El Maratón pareció reconectar con el espíritu tradicional del programa, y Om le dotó de carácter y naturalidad. Dos condiciones indispensables para poder plantear cómo evoluciona en un futuro.