Netflix acaba de estrenar la adaptación de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. La primera parte de la serie tiene ocho capítulos de una hora, aunque la sensación de visionado puede parecer mucho más larga, incluso eterna. En vida, el escritor fue muy explícito a la hora de rechazar cualquier adaptación audiovisual, alegando que el cine homogeneizaba la percepción de la historia. Elimina la virtud de la literatura para que cada lector imagine libremente a los personajes y, sobre todo, al Macondo anhelado. Rodrigo García, el hijo mayor de García Márquez, es el productor ejecutivo de la serie y ha asegurado que han respetado los tres condicionantes que supuestamente exigió su padre: que se contara con muchas horas, que se rodara en castellano y que pasara en Colombia. Tres aspectos que no son garantía de éxito en el resultado final.
Es utópico, pero lo ideal sería evitar comparaciones con la novela. Y, además, el guión lo hace muy difícil. La serie tiene una dependencia excesiva del texto, está obsesionada con la literalidad de la novela. Una voz en off incorpora pasajes de la obra y demasiadas veces es redundante. Cuando descubrimos visualmente a Macondo, este narrador omnisciente nos lo describe simultáneamente. Es como si la serie no confiara en sus propias posibilidades de comunicar, o como si quisieran exhibirnos hasta qué punto la imagen es fiel a lo que escribió García Márquez. Es una necesidad miedosa de remarcarnos el texto para que lo comparemos. El problema es que esta voz en off acaba resultando afectada y monótona, pretenciosamente poética, forzando el clima narrativo. El realismo mágico de la novela se contamina de efectismo visual. El resultado es una artificialidad naíf. Hay algunas escenas innegablemente hermosas, plásticamente fascinantes, pero parece falso. Está a medio camino entre la publicidad y la creación digital. El casting contribuye a potenciar esta carencia de realismo porque incluso en la elección de los secundarios y los extras han caído en los estereotipos femeninos y masculinos más hegemónicos. Las escenas de sexo son utilizadas como señuelo, con un claro sesgo de género. Los cuerpos exuberantes femeninos están más expuestos que los masculinos.
Los capítulos no están bien articulados. Es como si se hubiera cortado a pedazos una película de ocho horas, en partes de sesenta minutos, sin fijarse en el ritmo interno y los conflictos de cada historia. No existe un tempo narrativo audiovisual sino que todo parece ir a ritmo de lectura. Si no supiéramos que se trata de la adaptación de la novela no entenderíamos hacia dónde avanza la trama ni qué nos quieren explicar. Es una especie de puesta en escena que se va dilatando, cayendo más en la recreación visual grandilocuente que en el dominio narrativo audiovisual y la voluntad de realizar una buena adaptación de la historia. Puede llegar a ser tan rematadamente aburrida que piensas que si Gabriel García Márquez levantara la cabeza y viera la serie de Netflix, se volvería a morir.