Crítica de series

El misterio de la fascinación de los nazis por las runas

La miniserie alemana 'Las semillas del mal' ambienta un 'thriller' criminal en el auge de la ultraderecha en la antigua Alemania del Este

Una imagen de la serie 'Las semillas del mal'.
3 min
  • Stephan Rick para RTL+
  • En emisión en Filmin

Un cuerpo en el bosque. Una chica asesinada con mucha crueldad, y depositada con extremo cuidado sobre un lecho de flores blancas y con un vello de pelo de lobo en el hombro, en un paraje perdido en el noreste de Alemania, cerca de la frontera con Polonia. Otra chica, Ingrid (Cloé Heinrich), que la descubre mientras caza con un arco. El recurso de la aparición del cadáver de una joven violentada que aparece para desencadenar una investigación que sacudirá a toda una comunidad se repite en la miniserie Las semillas del mal. La singularidad en esta propuesta es la idiosincrasia germánica que adquiere el crimen. Las heridas que cubren el cuerpo de la desconocida no tardan en identificarse como runas, signos de un antiguo alfabeto germánico. Alguien ha utilizado el cuerpo de la víctima para escribir un mensaje. ¿Pero qué quiere decir? ¿Y por qué en esa escritura?

Estos son los misterios que deben resolver la pareja de detectives protagonistas, la local Ulrike Bandow (Henriette Confurius, la descubrimos en la fascinante película La chica y la araña) y Koray Larssen (Fahri Yardim), el colega que llega de la ciudad cercana más grande, Hamburgo. Ambos, cómo no, con sus propios secretos del pasado. Las semillas del mal se ambienta en la Alemania del Este a principios de los noventa, pocos años después de la caída del muro. Cuando Larssen se dirige al lugar de los hechos, le vemos cruzar todavía los restos de esta frontera, que atraviesan grandes campos medio desérticos. La serie retrata la desolación de esta profunda Alemania que, en parte, no sintió el final del comunismo como un proceso de liberación sino de desamparo, como si el estado de repente los dejara a merced de un sistema, el capitalista, capaz de devorarlos sin escrúpulos. En la región donde tiene lugar la serie, se han cerrado fábricas y un grupo de personajes se plantean qué hacer con la gasolinera en la que trabajan, ahora que los franceses se están quedando con todo el negocio. Son el mismo grupo que flirtea con el neonazismo en la estética, en el talante político y en la violencia aleatoria que gastan. También son los primeros sospechosos que investigan a Ulrike y Koray, a la vista de los negocios sucios que practican.

La serie, sin embargo, complica un poco más las cosas. La chica muerta es polaca, huida de un centro de acogida, y presenta las mismas marcas en las manos que otra mujer del pueblo que fue raptada cuando era adolescente. Larssen cree que la autoría corresponde a un asesino en serie. Ulrike sospecha que lo que ocurrió en los años setenta en una institución para menores ahora cerrada tiene que ver con todo ello. Mientras, Ingrid se obsesiona con el caso. Vive en una familia muy rígida de costumbres paganas, en una subtrama que recuerda un poco la de La bruja (2015) de Robert Eggers. Si los nazis se apropian de los escombros en su obsesión de conectar con tradiciones germánicas precristianas, Ingrid encarna otro tipo de vínculo extremo con esta tradición. Ella hace una interpretación pagana de toda la experiencia que vive, que tendría en la figura de Vídar, hijo de Odín y dios del silencio, la clave para descifrar el misterio. Su personaje es probablemente el más interesante de Las semillas del mal, que acaba mezclando demasiadas cuestiones, del vínculo de los poderosos con redes pedófilas al terrorismo de la época, en solo seis episodios.

La serie recrea con mucho esmero esta Alemania herida por el comunismo y olvidada por el capitalismo, e introduce de forma inesperada en un procedimental las mitologías germánicas, pero no acaba de sacar provecho del todo de la fascinación de alemanes de diferentes pelajes por los cultos paganos.

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