Amor y pimienta

¿Amistad o algo más?

Raquel y Bernat se hicieron amigos gracias al yoga y crearon dependencia y necesidad

4 min
'Asana'.

Ya hace tiempo que Mireia le decía que debía apuntarse a yoga en ese lugar al que iba ella al barrio antes de mudarse fuera de la ciudad. Por las cervicales, la escoliosis y el bruxismo. Pero sobre todo por la cabeza. Y para sentirse mejor. Porque le convenía estirar el cuerpo. Porque le iría bien para combatir el cansancio, ir a destiempo, la tensión. Quizás los miedos. Una interminable lista de debilidades propias para convencerla de las excelencias de una poción mágica con solución para todo. O para casi todo.

Raquel en un principio se resistió. La única vez en su vida que había intentado la práctica de yoga se había dormido un día y al siguiente no había dejado de pensar en la lavadora que debía hacer de ropa oscura. Además, no sabía cómo llegar al estado de dejar la mente en blanco donde les guiaba la profesora y estaba segura de que el resto de la gente de la clase —que espiaba, disimuladamente, detrás de los párpados cerrados— hacía comedia cuando decían llegar a ese lugar invisible y etéreo. Y las supuestas respiraciones que incrementan el flujo sanguíneo, a ella se le mezclaban con el olor intenso del incienso y la mareaban de mala manera. Además, la chica que daba la clase les invitaba a acabar con el pino boca abajo, para "una práctica perfecta", decía, y ella nunca había sabido de darle la vuelta ni de tener equilibrio, y no estaba dispuesta a que la hicieran sentir mal por su poca traza. No. No fue una buena experiencia la que tuvo con el yoga y decidió que no iba a invertir ni más tiempo ni más dinero. Que a ella no le servía y que, tal vez, lo que necesitaba era movimiento, algo más aeróbico. Sin embargo, no acabó haciendo nada.

De esto ya han pasado muchos años y todo el mundo de su alrededor, a una determinada edad, o hace yoga o pilates, mindfulness o taichí, y todo el mundo se siente mejor y ella los ve mejor. Y piensa que quizá ésta también sea una reticencia que debe vencer, como tantas otras.

Así que cuando Mireia le dijo que ella sabía el puesto y sobre todo el profesor adecuados pensó que no perdía nada de probarlo. Acabó de convencerse el día que, paseando por el barrio con Mireia, se le encontraron. Y ella se lo presentó como "la amiga incrédula, esa, la que se niega a hacer el pino". Él le sonrió y le dijo que simplemente lo probara. Que tenía un grupo muy bonito pequeño, los lunes a las diez de la tarde, en un local de cerca. Que eran como familia. Que fuera y mirara cómo se sentía. Sin compromiso ni obligaciones. Y que, si no le gustaba, no pasaba nada y no se lo cobraría.

Pero se sintió a gusto, el primer día y el segundo. La gente de clase le parecía muy normal, nada espiritual, agradable. No había incienso, ni cabezas de buda en el suelo ni música con campanillas. El profesor, además, le acompañó en todo momento, haciéndola sentir segura. Cogiéndola con cuidado, corrigiéndole con la mano la postura, buscando su confort con la mirada. El tercer lunes, si no recuerda mal, se dormió incluso en la relajación final y cuando el profesor la despertó dulcemente y le dijo que el resto ya se estaban cambiando ella sintió una vergüenza que le llegó hasta la punta de los pies. Realmente, no sabía si hacía muy bien las posturas: la del sol, la del perro, la del árbol, la cobra o el loto; pero se sentía bien, tranquila, conectada con todas las partes de su cuerpo. Quizás simplemente era eso.

Cuando ya llevaba dos meses en clase los lunes por la noche, volviendo a casa, pasada medianoche, él la llamó de lejos. Le preguntó si podía ir con ella. Que veía que caminaba compungida hacia casa y que si no le dolía que le acompañara y hacer un pedazo de camino juntos. Ella le dijo que claro y así fue como se hicieron amigos, Raquel y Bernat. En clase él se cuidaba de ella. Por el camino, se explicaban las preocupaciones, el día a día, se hacían compañía. Crearon dependencia y necesidad. La amistad, la piel, la conexión.

Hasta que un lunes llegó una mujer nueva a clase. Ese día, tumbada en el suelo, Raquel notó a Bernat especialmente destartalado. Cuando terminó, Bernat salió con ella y los tres hicieron el camino de casa. Ella tenía un hijo pequeño, estaba separada, pero ilusionada con la relación que había empezado con Bernat.

Desde entonces nada fue lo mismo. Aunque Raquel continuó yendo a clase de yoga, dejaron de volver juntos a casa con Bernat, de explicarse, de crear intimidad, de sostenerse. Raquel no sabe muy bien qué perdió a partir de entonces: sólo sabe que le añoró cómo se añora el sol que calienta en invierno. Sentía un vacío duro y áspero. El amigo volvió a ser el profesor, pero ella había desperdiciado la concentración y la asana: el control del cuerpo y la mente. El yoga había perdido todo su efecto.

stats