¿Se puede comprar la autenticidad? ¿Se puede pagar para tener un gramo más de verdad? Según el fotógrafo Bryant Eslava, sí. Por eso, se ha embarcado en un proyecto estrafalario: fotografiar a las estrellas de Hollywood con un viejo fotomatón de los años 50. Lo va moviendo de estreno en estreno para retratar a los famosos. En esta época de filtros y Photoshop, este fotógrafo ha decido que el valor añadido es la realidad. Sin retoques, sin máscaras, sin aplicaciones. Solo una foto granulada en blanco y negro.
Lo irónico de todo este asunto es que sus fotografías se han hecho virales en TikTok e Instagram, donde millones de personas ensalzan la autenticidad del papel a través de una pantalla. Incluso, algunos proponen apps alternativas para sacar con el móvil imitaciones del viejo formato.
Vivimos un mundo confuso, donde existe un anhelo por encontrar lo genuino, una muestra de originalidad pura, para luego pasarla por un filtro de Instagram.
La fotografía nunca ha pretendido retratar la realidad, sino la mirada del fotógrafo, pero con la llegada de las inteligencias artificiales empezamos a vislumbrar un mundo dónde ni siquiera haga falta la realidad para que una imagen parezca real.
El pasado mayo, Google presentó una aplicación con la que cualquier usuario puede retocar una foto con facilidad gracias a una IA. Y no me refiero a mejorar la luz o borrar un par de arrugas. Desde ahora, generar un recuerdo falso no es tan complicado. Si queremos, podemos hacer pasar nuestras vacaciones en Soria por un exótico viaje a Tahití o esa playa repleta de Benidorm por un arenal virgen y desierto.
Esto me recuerda una vieja anécdota. De pequeño tenía un amigo que iba siempre al estadio de su equipo con el cromo de un jugador visitante. En cuando oía el pitido final, le acercaba el cromo a su madre y le pedía que lo firmara ella como si fuera el jugador. “Así es más fácil” me decía “no hay que esperar a que salgan los jugadores”.
Lo que me fascina de esta anécdota es la rigurosidad con la que llevaba a cabo el engaño. Su madre podría haberle firmado cualquier cromo cualquier día, pero él planeaba todo el ritual como si realmente hubiera pedido el autógrafo en persona. Iba al estadio, confirmaba que el jugador estaba en el campo y esperaba al final de partido para pedir la falsificación, para que no existiera ninguna contradicción.
Quizá en eso consista la nueva autenticidad, en ser riguroso con el engaño. En falsear, pero con el mismo esfuerzo que el original.