¿Las ballenas nos pueden salvar la vida?

Durante siglos, las han dotado de simbolismo unos humanos que las perseguían con arpones, como en los libros. Según el escritor Philip Hoare, todos necesitamos una ballena para salvar el planeta

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El escritor británico Philip Hoare, en la playa de la Nueva Icaria de Barcelona al poco de bañarse, como cada mañana.

La primera vez que Philip Hoare vio una ballena en libertad, su vida cambió. “Me gustaría decirte que dije algo bonito, pero lo que salió de mi boca fue una palabrota”, explica risueño. Dijo fuck, palabra siempre complicada de traducir, a pesar de que sea tan fácil de entender. Cojones, hostia, virgen santa. Hoare estaba en Cabo Cod, en Massachusetts, la villa que durante siglos fue el hogar de los balleneros más duros del planeta. Hombres tatuados y barbudos que pasaban años fuera de casa y volvían con cicatrices por todo el cuerpo. Eso si el cuerpo volvía entero, claro. En Cabo Cod ahora viven artistas, bohemios y una activa comunidad LGTBI. Hoare había ido a ver a unos amigos y acabó pagando 12 dólares por subirse a un barco que promete a los turistas que, con suerte, podrán ver una ballena. “Hasta entonces solo había visto una orca en un zoo inglés y me había parecido un espectáculo deprimente. Pero aquel día en la bahía de Cabo Cod una ballena saltó, con todo su esplendor, ante mí. Y todo cambió”. Nacido en el puerto inglés de Southampton en 1958, Hoare pasó la juventud escondido bajo tierra en los clubes de Londres, donde formó parte de la escena punk. Y cayó en el infierno de las drogas. “Estaba muy perdido. Y las ballenas fueron como una señal”, explica mojándose los pies en la playa de la Nova Icària de Barcelona. Hoare ahora vive solo en Southampton, el puerto natal al que ha vuelto. Cada día se despierta cuando todavía es oscuro y nada a mar abierto, donde espera que salga el sol dentro del agua. Después escribe unas horas, “estirado en la cama, puesto que no quiero hacerlo en una mesa. En un escritorio parecería como si fuera un trabajo, un encargo. Escribir en la cama es un infantil acto de rebelión del anarquista que solía ser”, medio bromea. En Barcelona siempre busca un hotel ante el mar. Y cuando la ciudad todavía duerme, nada desnudo. Convertido en uno de los escritores más originales del Reino Unido, lleva calcetines, sandalias y viste como un lobo de mar. Es libre.

Profesor de escritura creativa en la Universidad de Southampton, Hoare ha hecho de la ballena el centro de su vida. Y en parte, de su obra, con libros como Leviatán o la ballena o El mar interior. Ahora publica Alberto y la ballena, un ensayo donde rehace el camino que hizo Albrecht Dürer en 1520 hasta la provincia neerlandesa de Zelanda para ver a una ballena que había quedado atrapada en la playa. “Estaba en Boston, nevaba y me escondí en un museo en el que había una exposición de Dürer. No sabía casi nada sobre él, la verdad. Pero sí que sabía que había intentado dibujar una ballena, razón suficiente para atraerme. Dürer era un artista que no quería dibujar símbolos y mitos religiosos, era muy moderno en ese sentido. Quería dibujar los animales tal como son. Sin pensar en dar un significado. Yo estaba obsesionado con ver ballenas, él también. Yo había pagado 12 dólares por subir a un barco lleno de turistas para poder gritar fuck y él cruzó media Europa jugándose la vida en un viaje en el que la nave naufragó y se puso enfermo. ¿Cómo no podía interesarme Dürer?”

“La ballena nos atrae por su simbolismo, pero también comoquiera que es. Su simbolismo es tan profundo como las aguas donde nada, ya desde el tiempo de Jonás tragado por una ballena. Puedes entender el miedo o la fascinación que genera un animal que se esconde bajo el agua”, explica Hoare, que dedicó una obra anterior al autor de Moby Dick, Herman Melville. “En el libro de 1851, la ballena sigue siendo más un símbolo que un animal. Dürer, en cambio, tres siglos antes, tenía una visión más moderna. Hacía una cosa revolucionaria, puesto que ponía el mismo amor al dibujar un pájaro muerto que un emperador. Era una cosa extraordinaria de hacer, podía ser ofensivo para el emperador. Lo atrae el animal en si, desnudado de simbolismo. Ahora podemos ver por televisión cada detalle de los animales en los documentales. Pero cuando te acercas mucho a una ballena en libertad, todo cambia. En la pantalla no percibes lo grande que llega a ser una ballena. Un animal que nunca puedes ver entero con los ojos cuando te acercas. No ves el final”. Tanto Dürer como Melville y Hoare iniciaron largos viajes persiguiendo al animal más grande del mundo. “Te hace sentir tan pequeño... está lejos de cualquier descripción, cuesta mucho explicar lo que sientes realmente delante suyo”, dice Hoare, que no ha nadado con este animal en todos los mares. Nunca las ha tocado, pero las ha mirado a los ojos un montón de veces. “Siempre pienso que las ballenas pueden tener algún tipo de sensibilidad artística. Cuando cantan, canciones que se han grabado y enviado al espacio a la nave Voyager. Cuando una ballena te mira, emite ruidos que tú percibes, para saber qué eres. Y cuando te sientes observado, cambia tu percepción del lugar que ocupamos los humanos en el mundo. Se te pasan las ganas de pensar que somos el centro del mundo”.

Por las rutas de las ballenas

“Es el proceso de buscar a la ballena lo que es importante, todos necesitamos nuestra ballena. En el caso de Dürer tenemos aquel viaje perfectamente explicado en sus diarios. Lo sabemos todo. Lo que pagaba para atravesar fronteras, lo que pagaba para comer, lo que pensaba en un momento en el que estaba un poco perdido, puesto que se había quedado sin mecenas y se estaba haciendo grande. El arte es eso. Aparece en un momento concreto y te da pistas para ir haciendo camino, te despierta recuerdos, te estimula a seguir buscando. Puedo entender que mucha gente no se sienta atraída por las ballenas. Pero todos necesitamos una”, dice Hoare, sin poder evitar dar un simbolismo a la ballena, como se ha hecho durante siglos.

Dürer peregrinó a una playa perdida soñando con verlas, Melville las vio cruzando mares y Hoare ha seguido las rutas de estos dos autores. Y también ha hecho sus propias rutas intentando salir del pozo que era su vida. “Podemos decir que las ballenas han cambiado mi vida. Le dieron un sentido. Buscar experiencias que fueran reales, notar el agua fría del mar, encontrar mi lugar. Pero más que ver a la ballena, lo que importa es el camino. En mi caso, visitar Cabo Cod fue como una epifanía. Era un lugar utópico donde todo el mundo podía vivir más o menos como quería, donde te toman seriamente si escribes en lugar de mirarte de forma burlona como me había pasado en Southampton. Donde puedes aspirar a ser un artista. Yo había ido de pequeño a un colegio católico, estaba bastante reprimido y la música fue inicialmente mi refugio, pero después de esta época tuve una época muy oscura, con dependencias, depresiones... estaba muy perdido. Me tenía que escapar. Lo hice al mar. Quizás porque nací en un puerto. Y los puertos son ciudades que no pertenecen a nadie, puesto que tarde o temprano tienes que zarpar. Vivo en un puerto, vivo navegando en un viaje donde vas descubriendo cosas. Fue bonito descubrir que hace 500 años había existido un artista que parecía un poco perdido, como yo. Y que se asemejaba a David Bowie, una de mis grandes influencias. Un círculo de conexiones ilógicas. Pero nuestro cerebro no es muy lógico. De esta mezcla de imágenes nace el libro”, dice. Un viaje donde sale el arte, los miedos, personajes de diferentes épocas y la muerte de la madre de Hoare, durante la pandemia. “Aquel día salí a nadar también”, comenta un hombre que, de alguna forma, ha recuperado la esperanza en el futuro en una época de dudas. “Creo en los jóvenes. Veo cada vez más a gente joven comprometida en salvar el planeta, en cuidar la naturaleza. ¿Cómo debe ser para los jóvenes haber pasado tantos meses encerrados durante la pandemia? Tanto los jóvenes como otros más veteranos a buen seguro que se han dado cuenta de que es una sandez vivir mirando siempre una pantalla. Mucha gente ahora quiere vivir diferente. Durante años yo he nadado solo en las aguas del puerto de Southampton. En la superficie flotan objetos sobre una capa oliosa, no es un lugar agradable. Pero durante la pandemia, sin barcos entrando y saliendo, las aguas estaban más limpias. De repente aparecía un delfín, en las calles un zorro. Y cuando volví al mar para nadar, no estaba solo. Fue una sorpresa. ¿Qué hacía, aquella gente, en la zona en la que siempre había nadado solo? Era gente que quería nuevas experiencias, que no quería vivir en una pantalla”, recuerda risueño. “Sí, de alguna forma es gente que busca su ballena, es bonito. La ballena, no podemos olvidarlo, fue uno de los primeros símbolos del movimiento ecologista. Con activistas jugándose la piel para evitar que un ballenero japonés pudiera matar a una ballena, y consiguiendo las nuevas normas. En 1972, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano ya recomendaba dejar de cazar ballenas con fines comerciales, hasta conseguir la moratoria no siempre respetada de 1986”, añade.

Todo el mundo necesita su ballena, sea simbólica como Moby Dick, o tan real como aquella que Dürer no llegó a ver, puesto que las mareas se la habían llevado cuando el artista llegó. Pero el viaje valió la pena.

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