Por motivos profesionales, llevo unos días viviendo –temporalmente– en Barcelona. La cabeza y casal sigue como Saturno, comiéndose a sus hijos, locales históricos, patrimonio… Una autodestrucción que cada vez nos la vemos más cerca.
En el mismo momento, hay una voluntad –quizás promovida, como aquella de la Movida Madrileña– de instituciones locales para encontrar un rol en la cocina y gastronomía locales. Toda una serie de foodies buscan la mejor hamburguesa, el gran bikini y el mejor bocadillo. Un grupo de personajes que no han salido del Pla de Barcelona y no conocen al mesías tarraconense, el tascaman, el Botero de Honor del Carnaval de Tarragona, el Copero Mayor de la Corona Azteca o, simplemente, el amigo Eduard Boada.
Casa Boada, la sede operativa del genio, siempre ha sido instalada en un edificio chaflán en la avenida Rovira i Virgili –antigua carretera de Santes Creus y más hacia aquí calle Colón–, en el número 24, proyectado por Josep Maria Monravà y López en los años 40 del siglo XX. El terreno, situado en un punto central del ensanche tarraconense, dispone de una estrecha fachada a la calle López Peláez, con acceso a las plantas de vivienda, sobre el bar.
La comitencia del edificio fue promovida por Salvador Boada Calbó y Victoria Pascual Castellnou, padres de Eduard Boada, que abrieron Casa o Bodega Boada en 1947. Un negocio familiar que basaba su producto con comida casera, unos primeros bocadillos y bebidas como vino de Nulles, refrescos y beber locales y camptarraconenses.
Fue ya en la década de los 70 que Boada inicia la trayectoria dentro del mundo de la coctelería con creaciones como Altahoja oro de playa, Praderas sabor de roble, Cambriles sabor de mar, el cóctel de Sant Roc, por los barrios del Miracle, Maria Cristina y por entidades de toda clase como Mediterrània o el Ateneu de Tarragona. Además, también encontramos colaboraciones en festivales y las Fiestas de Santa Tecla y San Magín o las bebidas dedicadas al Gran Ducado de Flandrensis y al príncipe Moctezuma.
Más tarde llegaron las extraordinarias creaciones entre pan y pan de Boada. Al mismo tiempo, más o menos, que las paredes del local iban desapareciendo bajo una capa de marcos, carteles, pinturas –la mayor, las famosas carabelas de Miró Solé–, recuerdos, autógrafos, retratos, fotografías… y la mítica tamaño de los bucadillus.
Ahora que vuelvo a casa, en Sarral, me ha parecido un buen momento de volver a las raíces y redescubrir lo que todos conocemos, el Boada y su casa.