Amor y pimienta

¿Dónde irías antes de morir?

La casa de la cara norte, un lugar escogido para sentir la vida cuando se vacía

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La casa de la cara norte

Suben con la furgoneta cargada, hasta lo alto, justo allá donde el pueblo termina. Al vehículo le cuesta hacer el último tramo del camino mal asfaltado. Van cargados y es viejo. El embrague es duro, él nota la pierna izquierda tensionada del juego que debe hacer. Van dejando atrás árboles y casas. Casas con ventanas en las que se refleja la luz del sol de tarde, chimeneas oxidadas que toman vida en forma de humo. La sombra de los árboles que desdibuja el atardecer. Hacen el trayecto en silencio, escuchándose la respiración. Suena Hombre de Sheryl Crow en una emisora ​​de radio. No tienen prisa por llegar a ninguna parte. Hace mucho tiempo que han dejado de tenerlos. Podrían avanzar lentamente de forma perenne si esto fuera posible. Porque avanzar significa movimiento, significa existencia. Significa estar ahí. Quiere decir todo lo que llena de significado, de posibilidades. Lo contrario es lo nada. Y aunque nada hará acto de presencia, lo saben, ahora no quieren decirse que piensan en ello, ni siquiera hablar de ello. Prefieren dejarse llevar por la belleza de un paisaje que no mutará tan rápidamente como ellos.

Llegan a la casa que les habían dicho. La que da a la cara norte; frente a frente con las montañas imponentes. Se vislumbra nieve en los picos. Contrasta con los árboles floridos que han visto por el camino y que declaran la guerra terca en invierno.

Es suficientemente temprano antes para ponerse a hacer la cena, todavía están a tiempo para salir a dar una vuelta por el río. Ella se sienta en el mecedora de la entrada envuelta con una manta de lana. Sonríe de estar en su lugar del mundo, el lugar donde quiere estar. Él, mientras, lo prepara todo, como una liturgia. Pone las colchas blancas que huelen a romero; saca del taquilla de la cocina el juego de café de porcelana; abre de par en par los ventanales para que entre el aire fresco que lo ventila todo, tristeza incluida.

Ella, fuera, le oye silbar y piensa que se siente feliz. Si pudiera elegiría ese momento. No quiere otro. Nota la pizca cuando piensa que añorará ese silbato. Casi de forma simultánea, la duda. ¿Se puede añorar cuando ya no se está o sólo es el pensamiento de pensarlo que provoca la añoranza? Ella siente que no tiene respuestas para explicar el precipicio y decide no decirle a él lo que se le escurre por la cabeza porque tampoco sabría cómo contárselo.

Cuando acaba de trabajar, la recoge y van chino-xano hacia el río. Ella camina despacio. No puede dar más de tres pasos sin detenerse. Él se adapta a su ritmo como un lazarillo lo hace con su amo. Ella siente la humedad que se le cuela por los huesos y la fatiga. Él le pasa el brazo por debajo de la axila. Sostiene a su mujer, cada vez más ligera, cada vez más etérea. La fuerza centrífuga del brazo le empuja hacia arriba, se siente más ágil, un poco como si volara. Pero le dice volver, ir a casa. Está cansada. Por el camino, él coge ramitas, pino laricio y algún tronco. Le servirá para alimentar el fuego que dará calor a toda la casa.

Así ocurrirán los días. Tal y como ella decidió que fuera. Cómo él aceptó. Así es como es. Un lugar escogido, para sentir la vida cuando se vacía. De día, la calma, lo pequeño. El café hecho cuidadosamente, ya a media mañana. El olor del grano tostado recién molido que impregna la estancia. El vapor de la leche caliente. Las conversaciones pausadas, los paseos cada vez más cortos, más cortos, hasta que ya no son posibles.

Las noches, la víspera de él escuchando su respiración pausada, calmada, con el agua siempre cerca de ella para refrescarle los labios cansados. Unos labios que otro día, pierden todas las palabras y sólo se quedan de prenda una sonrisa, cada vez más corta entre comisura y comisura.

Con el insomnio, a veces, él abre un poco la ventana y deja que el aire del Cadí le frote los dedos. Respira profundamente y lo guarda en los pulmones. Siente que ese oxígeno es suyo y lo almacena para cuando lo necesite. Entonces se siente forzudo y no quisiera que se acabara nunca, ni la noche, ni el aire escolar por la ventana. Tampoco que ella se marchara.

Pero ella se marcha. Después de las piernas, las palabras, la comida. La añorrada migajada como pregunta sin respuesta. Muere una tarde de campos de color calabaza y estrellas que empiezan a espigar el cielo.

Tras el final, él recoge la colcha con olor a romero; guarda el juego de café, cierra todas las ventanas, con biblón y se vuelve, como pactaron, con la furgoneta vacía, ligera, de bajada, con la radio apagada llenando cada kilómetro de un verdadero amor, veterano.

Es desde ese día que abre la ventana todas las noches; para que el aire le llene el vacío y los días que tienen olor a café tostado. Y sonríe.

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