Amor y pimienta

"No puedo continuar con el engaño. Te quiero"

No quería mentir más. Ni a ella, ni a su familia

4 min
'Floreta'

Esa manera con que Miquel manejaba las florecillas. Tenía ramitos para todas, sin excepción. Lo hacía con afabilidad, con clase, desprovisto de cualquier grosería. Las repartía con las manos abiertas y con el convencimiento de que nadie era mejor que él para contarles sus propiedades. Ellas le respondían con apetito; le reían las gracias, las palabras, las bromas; se sentían afortunadas de tener un jefe que se preocupara siempre por todos. Tan apuesto. Una educación exquisita. Las sonrisas; las guiños; los hoyuelos en las mejillas cómplices. La galantería. El poder del poder cuando desciende a la tierra y se mezcla con el pueblo. El poder del poder cuando elige caprichosamente y hace sentir inconmensurablemente especial al sujeto elegido. El poder que no se cuestiona; se acata.

Aixa lo miraba todo desde detrás de la barrera; de ese cristal que separaba el departamento comercial del de logística. Con ojos de espectadora hipnotizada por la escena que se repetía frecuentemente, con pesar y al mismo tiempo con cierta envidia; no tanto por él, a quien le vislumbraba todas las costuras, sino por la felicidad naíf de ellas. Se reía por dentro, pero pensaba que tenían mucha suerte de ni siquiera planteárselo. A menudo Aixa y Miquel tenían que despachar juntos. Ella era consciente de que no era del todo inmune a su amabilidad, su tacto, su mirada, sus "no te preocupes"; su mano sobre el hombro con suavidad pero con firmeza. La forma en que hacía vibrar y alargaba el dígrafo de su nombre. La delicadeza con la que antes de una reunión le dijo que tenía el jersey manchado de leche y le ayudó a limpiarlo con una toallita húmeda mientras ella le decía avergonzada de que el niño le había dado una bocanada antes de dejarlo con la suegra. "Las prisas". Él le respondió que "estas cosas pasan", que no se preocupara. La desquiciaba, pero sabía ponerlo en su sitio. Era un pequeño pueblo, se conocían todos. También su esposa, sus hijos adolescentes. A veces coincidían en la grada. Miquel y su marido jugaban juntos en el equipo regional del pueblo. En el campo, Miquel era el que tenía el mejor estilo y marcaba más goles. Los triunfadores de verdad no dejan lugar a las rendijas.

Tras la reunión se quedaron hasta tarde repasando números que no salían. Miquel se ofreció para llevarla a casa. A ella no le quedó otro remedio; la última lanzadera que salía del polígono hacía rato que había pasado. Otro día fue un café fuera del trabajo que se prolongó más de la cuenta. Luego, la cena de empresa. Un día, los números dejaron sitio a las palabras. Las de compromiso se metamorfosaron en palabras de intimidad. La distancia se acortó y las palabras mutaron en hechos. Y los hechos en dolor y emoción, miedo, intensidad, hoteles, disculpas, secreto. Un secreto que duró cuatro años. Miquel nunca se lo pidió, pero Aixa se separó de su marido; dejó de poder estar todas las horas con su hijo todavía demasiado pequeño. Aprendió a calmar la añoranza visceral que le provocaba no poder estar con él siempre; como si le hubiesen arrancado las entrañas. Pero era ella quien las había entregado a esquejes por una fuerza centrípeta que no podía compartir con nadie. Se buscó un piso pequeño con una habitación para el niño. Aprendió a disimular la soledad. Había desmontado la vida proyectada, los planes, la red, la placidez, todos los porque tocan en fila india. Contó miles de veces lo que había perdido. Se estrujó de dolor hasta lugares insospechados, pero no quiso traicionarse en ningún momento. No quería mentir más. Ni a ella, ni a su familia. Tampoco a lo que sentía por Miquel. Pensó que era lo suficientemente fuerte para esperar, pero dudó demasiadas veces. Echó de menos la vida escrita; y se maldijo por haberla injertado de garabatos. Se sintió egoísta, mala persona, culpable, miserable. Se atormentó hasta los huesos. Mientras tanto, Miguel siguió con su vida: sus garabatos, sus engaños, su estatus, sus florecillas indiscriminadas, sus equilibrios, su dolor escondido. Las complicidades en el trabajo. También las visitas a Aixa en su piso pequeño cuando no tenía al niño. Amor y promesas. Paréntesis. Excepciones. Oxígeno. Volar lejos y volver despacio. El miedo compartido. Todos los condicionales. Las prisas, el desasosiego. El amar salvaje, como la canción de David Ros que Aixa escuchaba en bucle: "Que cuando duela el mundo seremos nosotros dos". La libertad tomada por el espacio y la farsa. "Te esperaré", le decía Aixa con un convencimiento de que no atravesaba el umbral de la puerta.

Una noche, ella ya se iba a dormir, cuando Miguel se le presentó en casa. Con un ramo de siete rosas, los ojos abrumados y las manos extendidas. "He dejado casa. El pequeño hizo dieciséis, anteayer; no puedo continuar con el engaño. Te quiero. Si me dejas, quiero despertarme contigo, aquí, cada día, Aixa".

Le contestó que sí antes de que terminara de decir su nombre. Ella cumplía las promesas siempre.

Ahora cumplirá siete años. Siete rosas, siete florecillas sólo para ella. Quizá antes de que se marchiten habrá una duda. Algunos. Sólo unos segundos antes de que se desvanezca su olor.

El amor nunca deja impune.

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