Girando el dicho tradicional, se puede retratar la protesta del campesinado con un "no llueve sobre seco". En un doble sentido: el sentido que literalmente hace referencia a la persistente sequía que afecta a Catalunya –las restricciones al riego impuestas por la Generalitathan agravado la situación en muchas explotaciones agrarias– y el sentido figurado de un conjunto de problemas que no han hecho más que agudizarse en los últimos años. ¿Qué factores? Pues básicamente unos precios muy bajos en el comercio mayorista en contraste con el precio final que pagan los consumidores y con unos costes de producción que no paran de crecer; una política agraria comunitaria (PAC) de la UE más enfocada a los problemas del norte que a los del sur; la competencia desleal de los productos extracomunitarios, que acaban sorteando los controles de entrada en Europa, y la combinación letal de burocracia y continuos cambios legales. Los campesinos catalanes lo tienen claro: si los franceses y alemanes se han plantado, ellos aún más. Se ven como los últimos de los últimos.
En Cataluña, la población activa agraria se sitúa actualmente en el 1,7%, cuando hace un siglo superaba el 40%. La superficie agrícola también ha ido menguando: ahora ocupa el 25% del territorio (en 1989 era el 31,7%). Los bosques han ganado mucho terreno: hoy suponen más del 60% del país. En la actualidad, en municipios de menos de 5.000 habitantes vive un 10% de la población catalana, mientras que hace un siglo era más del 50%. Es esta Cataluña vacía y campesina la que está saliendo a protestar. Pese a la pérdida de peso relativo en términos poblacionales y económicos, reclama su rol decisivo en lo que se refiere a la producción alimentaria de proximidad, a la protección del paisaje, a la lucha contra el cambio climático y al equilibrio territorial. Reclaman, en definitiva, una discriminación positiva. Los campesinos se sienten olvidados y tienen la impresión de que las decisiones que se toman en Barcelona –donde este miércoles llegarán las tractoradas–, Madrid y Bruselas no tienen en cuenta sus necesidades y especificidades.
En efecto, la Cataluña ciudad sigue mirando al campo con poca empatía, sólo como destino de ocio. El tópico del campesino viejo rumiador se mantiene injustamente vigente, fruto de un gran desconocimiento urbanita. Pese a los problemas evidentes, no se valoran los esfuerzos del campo por renovarse y reinventarse, por ir hacia explotaciones sostenibles que revitalicen la vida rural. En este sentido, al contrario de lo que ha pasado en Alemania o en Francia, y también en buena parte en España, el campesinado de aquí ni se ha dejado manipular por la ultraderecha ni ha sido especialmente combativo contra la política verde comunitaria –al fin y al cabo , también está sufriendo la sequía, ¿verdad?– y en especial contra la propuesta legislativa sobre el uso sostenible de los pesticidas, que la jefa del ejecutivo europeo, Ursula von der Leyen, acaba de detener. El objetivo de reducir un 50% el uso de los plaguicidas químicos y acabar con los más peligrosos en 2030 probablemente perderá ambición. La agenda verde de Von der Leyen también retrocederá en la exigencia al sector agrario y ganadero de reducción del 30% de las emisiones entre 2015 y 2040 –que es lo que preveía antes de la ola de protestas.
El campo catalán tiene agenda y voz propias y quiere hacerse oír. Al igual que ha hecho Bruselas, también Barcelona y Madrid deben escuchar.