Afganistán, el drama que no cesa

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Un niño recibiendo un tratamiento contra la desnutrición en el hospital indira Gandhi de Kabul.

BarcelonaAfganistán es uno de aquellos lugares que parecen maldecidos por la historia, uno de aquellos escenarios donde la colonización occidental dejó una herencia envenenada y donde nunca, excepto quizás en 70, antes de la invasión soviética, han existido unas estructuras de estado dignas de este nombre. No hablamos ya de derechos y libertades o de una mínima democracia. Este lunes hace un año exacto que los talibanes recuperaron el poder después de la marcha de las fuerzas internacionales, especialmente las norteamericanas, que desembarcaron el 2001 con el objetivo de capturar a Osama bin Laden por los atentados del 11-S. Se da la circunstancia que el líder de Al-Qaeda, ejecutado en mayo del 2011 por un comando norteamericano al norte del Pakistán, había sido entrenado y financiado por la CIA en los 80 para enfrentarse a los soviéticos. En aquella época, los muyahidines eran los buenos de la película.

El caso es que durante las dos décadas en que la Afganistán fue una especie de protectorado occidental en guerra constante contra los talibanes, la comunidad internacional fue incapaz de construir una autoridad democrática que tuviera el control real del territorio. De forma que cuando los norteamericanos decidieron marchar, cuando ya habían logrado su objetivo inicial y no veían el sentido de continuar teniendo bajas en un territorio tan remoto, todo se derrumbó como un castillo de naipes. Sin la cobertura de Estados Unidos y la OTAN, los talibanes encontraron expedida la entrada a Kabul y, por lo tanto, el regreso al poder. Casi no tuvieron ni que disparar. Y las imágenes de personas cayendo al vacío desde los aviones que despegaban desde Kabul quedarán por siempre jamás como un símbolo del fracaso occidental.

En aquel momento ya se alertó de las consecuencias que tendría el regreso de los talibanes para la población civil afgana, y en concreto para las mujeres. Las chicas mayores de 12 años no pueden estudiar, y las mayores no pueden trabajar fuera de casa excepto en algunos trabajos muy concretos, como en el sector sanitario. Decenas de ellas han desafiado a los talibanes estos días con manifestaciones en las calles de Kabul que han sido disueltas a golpes y con disparos al aire. Sin duda, son las heroínas de nuestro tiempo, y un recordatorio doloroso de que Occidente las ha abandonado a su suerte. Igual que a los periodistas, científicos y personas con proyectos para su país y que ahora solo piensan en abandonarlo.

Un año después, y sin el flujo de fondos internacionales, la situación se ha deteriorado de manera dramática en el país, que se hunde cada día que pasa en un pozo de miseria y desesperación. Las imágenes de los hospitales donde se atiende a criaturas desnutridas son escalofriantes. Más de la mitad de la población necesita ayuda humanitaria para sobrevivir. Mientras tanto, los talibanes intentan jugar sus cartas para ser reconocidos internacionalmente, por ejemplo con un gasoducto de gas, y trasladan una falsa imagen de moderación.

La conclusión es que un año después no está claro que la retirada fuera la mejor opción. Pero ahora ya no se puede dar marcha atrás.

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