Ernest Maragall ha abandonado el Ayuntamiento de Barcelona después de muchas décadas de militancia, aunque ha advertido que seguirá participando del debate político en la maragalliana manera, es decir, con plena libertad de criterio. Ésta es, al menos, una buena noticia; lo es en general, y especialmente en ERC, donde no sobran precisamente las opiniones calificadas y, sobre todo, libres de toda servidumbre.
Maragall ganó las elecciones municipales del año 2019 pero no llegó a ser alcalde. El mismo apellido que le ayudó en la victoria le perjudicó a la hora de encontrar las alianzas necesarias para obtener la vara. Por razones obvias, sus contrincantes llegaron a la conclusión de que un político de su categoría, con su apellido y espíritu dialogante, podía tener un mandato exitoso y largo en la capital del país. Y ni el PSC, ni los comunes, ni la derecha española podían permitirse que el independentismo obtuviera ese premio en un momento tan crítico.
Como candidato, Maragall no se presentaba sólo con el aval del recuerdo de su añorado hermano Pascual. También encarnaba la mutación que había experimentado una parte importante del electorado progresista catalán; ayudaba a dibujar un nuevo centro de gravedad en el que el soberanismo jugaba un papel destacadísimo. Proveniente del PSC, donde había militado desde su fundación en 1978, Ernest Maragall denunció en 2012 que su partido había dejado de defender los intereses de la mayoría de la población catalana. No se hizo independentista hasta que el Estado –y el PSOE– le obligó a serlo. Él era la prueba viviente de que el soberanismo podía no ser sectario, sino integrador; basado en la convicción, tanto o más que en la emoción. Y que podía gobernar Barcelona siendo fiel a sus principios, pero dialogando y pactando con opciones diferentes.
Como es sabido, el concejal electo Manuel Valls, un funambulista que, en coalición con Ciudadanos, supo captar los recursos de la burguesía más reaccionaria (y más miope) de Barcelona, regaló los votos de sus concejales a Ada Colau, que era tanto de izquierdas como se quiera pero para las élites de aquí y de allá suponía claramente un mal menor. La consigna era clara: lo que fuese para evitar un éxito del independentismo. Maragall encajó el golpe con elegancia, se situó en la oposición, y cuando tocó cooperar con quienes le habían cerrado el paso lo hizo de forma responsable.
Pero su momento había pasado. Cuatro años después, en un ciclo electoral nefasto para los republicanos, Maragall repitió candidatura con unos resultados bastante peores. Sin embargo, puso su fuerza al servicio del candidato ganador, Xavier Trias. Y la jugada volvió a repetirse: en este caso fue Jaume Collboni, del PSC, quien obtuvo la vara con el apoyo de una mayoría estrafalaria formada por los comunes y el PP. Maragall se negó a participar de un trapicheo tan chapucero. Y poco después anunció su retirada, que se hizo efectiva el jueves.
Yo creo que Ernest Maragall habría sido un buen alcalde, y que habría sido capaz de llegar a acuerdos amplios tanto con Junts, como con el PSC, como con los comunes. Y creo que es justamente eso lo que le condenó. Como condenó también a Xavier Trias. Porque el peor enemigo del Estado y de sus servidores es un independentismo ambicioso, de mirada amplia, con capacidad de pacto y de gestión. Pero España, cuando se encuentra con estos riesgos, siempre encuentra tontos útiles que le hagan el trabajo sucio.
¿O es que quizás alguien duda de que Salvador Illa recibirá los votos de los comunes y del PP por ser presidente, si los números salen?
Feliz Navidad a todo el mundo.