"Cada día vamos a luchar contra su odio", dice la pancarta de una integrante de 'Protect Our Futures March', una manifestación en Nueva York el 9 de noviembre en respuesta a la victoria electoral de Donald Trump.
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En una de sus mejores películas, Aprile, el cineasta Nanni Moretti se preguntaba por la (primera) victoria electoral de Silvio Berlusconi, en 1994. En un momento del filme, incorporaba un fragmento de una entrevista en la que el magnate de la televisión explicaba, sonriendo, que cuando al suyo hijo le preguntaron qué hacía su padre, dijo: “Arreglar televisiones”, y que le había dicho a su hijo que, a partir de entonces, se temía que ya no tendría tiempo de arreglar televisiones porque probablemente debería"aggiustare el Italia", de arreglar Italia. La misma expresión que utilizaba Berlusconi la vimos repetida, treinta años después, en el atril desde donde el nuevo presidente electo de Estados Unidos celebraba, triunfal, su victoria: “Trump will fix it”, “Trump lo arreglará”.

Quizás no se han subrayado suficientemente los paralelismos entre ambos personajes, pero Berlusconi se nos aparece como un claro precursor de Trump. Y no sólo por su falta de escrúpulos, o por su compartida convicción de que política y entertainment son todo uno. El italiano hizo su fortuna con el ladrillo, con la construcción de una lujosa urbanización residencial, Milano Due, y cuando, en 1976, el Tribunal Constitucional italiano puso fin al monopolio de la televisión pública supo ver la ocasión y creó lo que pronto sería un emporio televisivo. Una televisión privada que huía de la ambición educativa y de la función (in)formativa de la RAI: ​​lo que era necesario distraer a la audiencia, con ese gran argumento que servimos basura, pero servimos justamente lo que la audiencia quiere. Y es su experiencia televisiva que le sirvió, como le sirvió años después a Trump, para dar el paso a la política, al margen de los viejos partidos (o haciéndolos suyos, como Trump), mostrándose como unos “triunfadores” de escasa moralidad, arrogantes y groseros con las mujeres, vistos con desdén por el establishment, pero capaces de conectar, a pesar de ser multimillonarios, con el bajo pueblo. Y dotados, eso sí, de soluciones mágicas y personales: "Yo lo arreglaré yo", a pesar de la complejidad de los problemas y su incapacidad de afrontarlos.

El triunfo de los demagogos, para desesperación de la izquierda europea y estadounidense, se debe a una multiplicidad de causas, suficientemente analizadas estos días. En Estados Unidos, el giro hacia la derecha se ha producido por la deserción de una parte de los integrantes de la coalición de sectores (negros, hispanos...) que solían dar la victoria a los demócratas, cansados ​​de un partido que se dirige prioritariamente a unas élites acomodadas y bien educadas. Basta ver los resultados en la ciudad de Nueva York, donde Harris ha obtenido el 80,8% (!) de los votos en Manhattan, pero donde Trump ha hecho avances significativos en distritos de clase trabajadora, como el Bronx, Queens y el sur de Brooklyn.

Un factor añadido que se ha vuelto a hacer evidente es que, en Estados Unidos, ha sido más fácil tener un presidente negro que una mujer presidenta. Las dos que lo han probado, Clinton y Harris, se estrellaron contra el mismo macho. Pero también se ha subrayado cómo una división fundamental del voto se produce entre la población con un título universitario y el resto. Entre la que tiene acceso a la cultura ya la información veraz y la que no. Entre la que lee el diario y la que se alimenta de una televisión-basura, que ha sido sustituida en parte y amplificada ahora por las redes sociales - basura. Pero no basta con despreciar a este sector del electorado –por mucho que, efectivamente, entre ellos haya tantos “racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos”, como señalaba Hillary Clinton cuando dijo, hace ocho años, que metería a la mitad de los partidarios de Trump en el “caudazo de los deplorables”– o, al menos, con mostrarse condescendiente.

Trump ha ganado las elecciones, y ha sembrado el mundo de incertidumbre y temor, pero no hay que olvidar que son los demócratas quienes han perdido la presidencia. Con una política más enfocada a las "guerras culturales" ya las identidades que a responder al malestar real causado por la inflación o la inmigración, se han olvidado de la clase trabajadora, que se ha entregado significativamente a un "líder grotesco" " que se les ha hecho suyos (“He gets us”, explicaban algunos votantes al New York Times) después de una campaña en la que ha combinado el optimismo con la oscuridad y el cinismo. El académico y expolítico liberal canadiense Michael Ignatieff ha afirmado que Trump ha recogido los efectos de la prolongada negligencia de los progresistas ante una cuestión tan esencial como la desigualdad –el gran daño de nuestro tiempo–. En una línea similar, Najat El Hachmi escribía aquí mismo que la obsesión por las identidades (de raza o género) ha llevado a los demócratas a "exaltar demasiado al quién y dejar en segundo plano al qué". Yo no sabría decirlo mejor.

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