La buena educación

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Imagen de archivo de un aula en el IES Jacint Verdaguer, en Sant Sadurní d'Anoia.

Más terribles que los resultados del informe PISA son las reacciones que ha generado en Cataluña. Reacciones de autodefensa pueril, ataques de perdigonada, reflexiones por la boquilla grande, tópicos y tabúes. Un reflejo del mal humor instalado en el país y de la horizontalidad del debate público, este fenómeno tan catalán, que a veces es nuestra fortaleza y otras es un quebradero de cabeza. En nuestro país, como en la escuela, hay una crisis de autoridad. O de liderazgo. La misma orfandad que sienten los catalanes en relación al poder –político, económico o corporativo– es la que experimentan los maestros, los padres y madres, incluso los alumnos, quizás sin saberlo. La escuela es el reflejo de un modelo social y político en crisis.

Hablar de crisis de autoridad, por supuesto, es arriesgadísimo. Es el terreno de juego que más agrada a la ultraderecha. Ocurrió hace un siglo, cuando la crisis de las democracias dio alas al fascismo. Y ocurre también ahora, cuando la enormidad de los retos globales ha favorecido las opciones populistas, y los partidos de extrema derecha cogen vuelo incluso en los países europeos de mayor tradición democrática. En Cataluña todavía no estamos en este punto, pero los síntomas son difíciles de rebatir.

La pedagogía no es mi terreno. Como padre y ciudadano tengo la intuición, como la tenemos todos, que las nuevas generaciones desembarcan en el mercado laboral con una serie de déficits que saltan a la vista y que el informe PISA no ha hecho más que confirmar. Esto debe tener que ver, a la fuerza, con la forma de enseñar, en la forma de evaluar y en los conocimientos que se transmiten. Con un gobierno con plenas competencias, una comunidad educativa bien organizada y una tradición pedagógica como la nuestra, no debería ser imposible activar un plan de choque de efectos inmediatos y un pacto nacional para garantizar una mejora de los indicadores en los próximos años.

Me parece mucho más difícil llegar a un acuerdo en cuanto a la organización y la gobernanza del modelo escolar. Primero, porque tenemos un gobierno débil que no tiene la fuerza para revertir muchos años de errores y volantazos; segundo, porque el personal docente está desmotivado por la falta de una política coherente y por una realidad social que les sobrepasa; tercero, porque los sindicatos, en lugar de ser agentes proactivos del cambio, parecen empeñados en convocar huelgas cada año y en pedir la dimisión del consejero del ramo, sea quien sea, para defender intereses más bien gremiales. Si entre políticos, maestros y sindicatos no existe generosidad y altura de miras, no se podrán activar los cambios necesarios.

Por último, hay que entender que la escuela no es una isla, sino que forma parte de una realidad compleja: una sociedad con fuertes desigualdades que presume de su capacidad de acogida pero que no asume que, sin los recursos necesarios, este factor tensiona a toda la red pública de protección social. Traspasar esta tensión en las aulas es un error y un peligro. Para superarlo, esto será necesario un esfuerzo económico enorme y sostenido, lo que, en parte, depende del gobierno –el gasto en educación es porcentualmente más bajo que en otros territorios– pero en parte es consecuencia del drenaje fiscal crónico. Una evidencia de que sólo los partidos soberanistas ponen sobre la mesa.

No caer en el catastrofismo ni en la flagelación interesada. Este país tiene muchas fortalezas. Pero la educación es uno de los pilares del edificio público, y el gobierno catalán puede dejar la piel si no muestra reflejos para atender al urgente, y autoridad para encabezar un nuevo consenso que respete las voces más autorizadas, que son también las que están menos contaminadas por los intereses de parto.

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