La amnistía –cuando llegue– nos permitirá situar el debate político en el futuro y no el pasado. Cada uno tendrá su relato y sus agravios, pero al menos el pesar y el rencor no interferirán tanto en el diseño de la Catalunya futura. Esto no significa que el Proceso no haya dejado rastro; por el contrario, ha dejado uno muy importante, y es que el epicentro ideológico del país se ha desplazado, quizás no tanto como pensábamos hace unos años, pero sí de forma notoria; de modo que los consensos que hicieron posible la Cataluña actual –la de la Transición– ya no nos son útiles. Hay que rehacerlos. Y es necesario que sean sancionados por la mayoría. La situación actual, en la que el "marco de convivencia" es un Estatut descabezado en Madrid y no votado por la población, debe ser considerada como una anomalía intolerable.
Las naciones se basan en la adhesión a un marco jurídico y simbólico que representa a la mayoría de la población. Simplificando, en Cataluña tenemos tres grandes bloques: los que quieren un país independiente; los que quieren un país más soberano pero vinculado a España de una forma u otra, y les quieren que la situación se mantenga como hasta ahora. Y, además, existe un bloque transversal que considera que el futuro del país debe ser fruto de un acuerdo amplio, forjado en Catalunya, y que sea refrendado en las urnas. ¿Es posible que de ahí salga una síntesis?
Este reto debe ser compatible con otro tipo de acuerdo, quizás no tan decisivo pero sí más urgente: la gestión de los problemas que no tienen espera. Esto significa que las diferencias respecto al futuro no deben impedir el diálogo y la concertación entre partidos, y entre gobiernos; cuestiones como la educación, el cambio climático, la lengua y el bienestar no pueden aplazarse; no podemos ser un país en el que el bosque no nos deje ver los árboles. Por eso es necesario que los partidos grandes se acepten mutuamente, sin renuncias pero sin vetos.
Para mí, este doble esfuerzo interpela principalmente al PSC, ERC, Junts y los comunes. Son estas fuerzas las que, por su historia y diversidad, deben hacer el esfuerzo de construir un nuevo consenso. Ojalá otras formaciones amoricieran su dogmatismo para añadirse; en cualquier caso, sin el concurso de los cuatro primeros, ninguna apuesta ambiciosa será posible. Y es eso, lo que hace falta: una Catalunya posible, que quizás no es la Catalunya entera, pero seguramente es lo que más se le parece.
Hay un precedente de todo esto. En 1979, después de las primeras elecciones municipales, el PSC, el PSUC, CiU y ERC, es decir, el catalanismo político, firmó “pactos de progreso” en todos los ayuntamientos para reforzar el consenso básico de la época –autonomía , normalización del catalán, políticas de bienestar–. El paralelismo es evidente… pero el consenso de 1979 ya no es el mismo. Buena parte del catalanismo ya no comulga con el marco constitucional. Este desplazamiento del centro de gravedad debe ser tenido en cuenta. Y de la misma manera que el independentismo, sin renunciar a nada, debe dar pasos en dirección a este nuevo consenso, las fuerzas no independentistas deben recorrer su parte del camino, y deben hacerlo –matiz importante– de forma soberana, es decir, garantizando que lo que hagan en Barcelona no lo desharán en Madrid, como ocurrió con el Estatut de 2010.
Está claro que, aunque todo esto fuera posible, habría que enfrentarse al muro constitucional y al juego sucio del Estado. Pero el consenso básico sigue siendo imprescindible, y por el camino la sociedad catalana saldría fortalecida. Porque quizás no hay una mayoría clara por la independencia, pero lo que seguro que no hay es una mayoría clara, ni siquiera una mayoría débil, en favor de la Constitución y la monarquía.
Esta Catalunya posible es mi deseo improbable para 2024.