

Lo primero que hay que celebrar de Parenostre es la normalidad que significa poder ir al cine a ver un episodio histórico cuyo protagonista es alguien que fue presidente de un país durante 23 años. En cualquier democracia del mundo, un drama como el de la herencia de Jordi Pujol, que ha sido el político catalán más importante del último cuarto de siglo XX, habría interesado a la industria cinematográfica, y este es un mérito de Toni Soler, que ya hace tiempo que ha normalizado la sátira política en televisión.
Parenostre tiene tantas capas como la vida de Jordi Pujol, lo que hace que sea una película muy intensa en los diálogos y muy llena de detalles, más que de matices, que habrían requerido un tempo narrativo más calmado, imposible cuando la película tiene la ambición de explicar, desde la infancia hasta la vejez, la psicología de un hombre convertido en padre de la patria, y hacerlo con el propósito bien patente de no dejarse nada, ni lo más inconfesable ni lo más sublime. El resultado es un retrato tan duro como los mismos hechos, pero poco objetable de tan plausible.
Pocas veces ha sido tan oportuno definir como "interpretación" el trabajo de Josep Maria Pou a la hora de encarnar a Pujol, sin imitaciones ni parodias, lo mismo que se puede decir de Carme Sansa en el papel de Marta Ferrusola. Como me dijo un colega al terminar la proyección del estreno, es una película sobre la triste condición humana, más aún cuando el protagonista es un político de mayorías absolutas, que más que votantes tiene creyentes, pero también sobre la triste constatación de que en España las cloacas hacen el trabajo sucio y el ordenamiento jurídico hace distinciones entre inviolables y condenables. Sobre todo si son catalanes que un día sostienen que ya no tienen argumentos para oponerse a la independencia.