Donald Trump en Butler, Pensilvania, el 6 de octubre.
09/10/2024
3 min

1. La indecencia. “Hay algo visceral y violento en cómo Trump hace muecas y habla. De hecho, no habla, grita. Gesticula incesantemente con sus pequeñas manos”, escribe en La Maleta de Portbou Eduardo Mendieta, filósofo, profesor en Pensilvania, que observa al candidato republicano sin perder el sentido de la ironía: “He seguido largamente su trayectoria –lo conozco y sé cosas de él desde que era joven–. Su foto y su nombre eran omnipresentes. Supongo que hemos envejecido juntos”.

Siempre ha habido personajes lamentables en la escena pública, empezando por criminales manifiestos en una historia en la que la democracia ha sido una excepción y la barbarie ha encadenado formas de dominación por todas partes. Pero parecía que, después de la II Guerra Mundial, los gobernantes occidentales al menos mantenían sus formas. Y no era fácil imaginar que un personaje como Trump, condenado y con muchos juicios pendientes, que ha hecho de la desvergüenza su manera de estar en el mundo, pudiera llegar al poder de la gran potencia por la vía electoral, intentar un golpe de estado al perder la reelección, y probarlo de nuevo exhibiendo en la ciudad de Butler toda su ignominia: “No nos quedará país. Si no votáis, todo se irá al garete”, les dijo a sus fans. Y Elon Musk, a su lado, remató la apuesta: “Si no votáis serán las últimas elecciones. Lo predigo”.

Sin embargo, nadie se atreve a abrir el debate: ¿cómo puede ser que Trump haya llegado aquí y ni el intento, tras la derrota, de salvar la presidencia por la vía violenta le haya impedido volver? La presencia de Musk es indiciaria: genuino representante de los nuevos poderes del capitalismo, es líder, vía digital, en la manipulación de la ciudadanía en el universo de las fake news y del autoritarismo postdemocrático. Sorprende que un país de larga tradición democrática se haya cuestionado tan poco a una figura como Trump, que se le haya permitido la adaptación de los altos tribunales de justicia a sus intereses durante su mandato, poniendo al Supremo a su servicio. Gane quien gane, esta campaña habrá confirmado la fractura profunda entre dos Américas, llevando la división entre republicanos y demócratas el paroxismo. Y habrá disparado todas las alarmas sobre la democracia americana. Cuesta entender que en nombre de la libertad se escuche –y se vote– un proyecto corporativo y sectario, decididamente contrario a los valores centrales de la democracia. Sabemos el argumento: un país partido en dos, una América avanzada y moderna de las grandes ciudades y otra profundamente reaccionaria del interior y del sur, capaz de llevar a un psicópata a la presidencia de Estados Unidos. Tras ganar en la primera oportunidad, la derrota de Trump podía hacer pensar que había quedado en evidencia. Y sin embargo vuelve a estar con posibilidades. ¿Debemos pensar que la cultura democrática está desigualmente repartida en EE. UU.? De lo contrario, cuesta entender que Trump pueda continuar en la batalla. No es solo la política, son la ética y la estética del personaje que son repugnantes. Es el triunfo de lo que Eduardo Mendieta llama “la ideología de que alguien indigno se está llevando mi tarta o mi parte de la tarta”. Una ideología "racista, sexista y etnocéntrica".

Alguien debería saber explicar cómo ha sido posible este episodio, si es que finalmente termina este noviembre, en un momento en el que Elon Musk va acaparando pantalla para tomar el relevo y capitalizar la herencia. No le demos vueltas, de hecho es la expresión de una mutación del capitalismo que amenaza a la democracia. Y eso es lo que hace más grave –y sintomática– la comedia de Trump, que lleva años poniendo en evidencia la primera potencia científica, tecnológica y militar del mundo, que ha visto crecer sin freno un autoritarismo que apunta al futuro.

2. La dignidad. En contraste, me gusta escuchar la voz serena de quienes en plena barbarie no pierden el mundo de vista. Es de agradecer poder oír de vez en cuando alguna figura de la dignidad haciendo emerger su palabra en medio del ruido y la ignominia. Desde Tel Aviv –no desde la distancia, siempre más cómoda–, Shlomo Ben-Ami, que fue ministro de Asuntos Exteriores de Israel, ha llamado las cosas por su nombre: “Aún no ha aparecido un líder israelí que sienta lástima por la parte de responsabilidad de Israel en la tragedia palestina de desesperación y exilio. Es la abdicación moral de Israel y su completa indiferencia”. El drama es que Estados Unidos está todavía en la fase de comedia y aquí ya está en fase de tragedia. Y cuando el nihilismo se instala en la conciencia de quienes mandan, la tragedia llega con creces.

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