¡Encerrad a las personas jóvenes!

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Fiesta en la calle en la playa de la Barceloneta a principios de septiembre, cuando el ocio nocturno permanece cerrado.

Imagina que tienes unos 18 o 20 años. Imagina (sé que es difícil de asumir esto como verosímil) que de repente el mundo entero se detiene por culpa de una pandemia mundial causada por un virus. Imagina que, para empezar, te pasas varios meses sin más círculo social que tu familia. Sí, sí, les quieres, nadie lo pone en duda, pero son las únicas personas a las que ves en una etapa en la que, además, uno de los factores más importantes de tu definición como persona es la diferenciación con ellos y ellas.

Imagina que una vez que se puede salir de casa, encuentras las maneras de encontrarte con tus amigos y amigas. Ya no online, sino en persona. Tienes la oportunidad de abrazarles, porque están delante de ti, pero te lo prohíben. ¿Qué harías?

Ahora imagina, por poner otro ejemplo, que has empezado la carrera universitaria o un ciclo de formación o un trabajo nuevo. Tienes ganas de vivir esta nueva etapa de tu vida, de conocer a quienes estarán contigo, de probar lo que significa salir de un sistema educativo obligatorio para estrenar tu vida adulta. Ahora imagina que todo esto se convierte en estar muchas horas al día frente a una pantalla, sí, en pijama (de esto no nos vamos a quejar), pero sin entender nada sobre la parte humana de tu experiencia.

Por último, imagina que hay varias vacunas que pueden quitar gravedad al virus. Como es natural, vacunan a la población más vulnerable primero, así que quedas en el último grupo por vacunar. Ha pasado un año y medio desde que tu vida de persona joven es en resumen un sucedáneo, pero aún no te pueden vacunar. Lo entiendes, tú también prefieres que vacunen a tu abuela antes que a ti.

Pero la cosa de repente no pinta tan mal: parece que alguien ¡finalmente! ha pensado en la salud mental… abren el ocio nocturno.

¿Qué haces?

Ah, espera, imagina que lo vuelven a cerrar, de hecho las restricciones van variando, pero en todo caso nunca nada vuelve a ser del todo normal.

Imagina que en medio de este panorama te invitan a un festival, o a una fiesta, o a cualquier sitio donde puedes sentirte medianamente libre y joven.

¿Qué haces? ¿Te quedas en casa? ¿No lo compartes con tus amigas y amigos? ¿Pasas de ese concierto?

Desde el principio de la pandemia, los segmentos etarios menos tomados en cuenta han sido todos aquellos que no responden a la lógica capitalista: las personas jóvenes, niños y niñas, y adultos y adultas mayores. Recordemos que los niños y las niñas no podían salir de casa, recordemos que las personas jóvenes están en el punto de mira por su necesidad de ocio (como si tuvieran la culpa de la pandemia) y recordemos que las personas mayores han sido de las más afectadas… por no hablar de las restricciones en las residencias y de cómo hemos permitido que haya seres humanos sin ningún tipo de contacto físico durante meses.

Todo este alegato viene a colación de los eventos de las últimas semanas… las fiestas mayores, los festivales y ahora la inminente celebración de La Mercè. De repente, pareciera que la juventud es la única responsable de detener la pandemia mundial. Les estamos exigiendo una serie de cosas que no podríamos haber hecho a su edad. Estamos exigiendo que tras año y medio de respeto a las restricciones, sigan renunciando a actividades que nosotras y nosotros sí pudimos disfrutar… porque no sé quién me lee, pero yo a los dieciocho años estaba con mis amigos y mis amigas en un bar o bailando hasta la madrugada.

No es esta una invitación a romper las normas, a ser irresponsables o a pasar por alto los peligros. No. Es el intento de sembrar dos semillas en el debate. La primera: repensar cómo miramos a la gente joven. Las políticas, sí, incluso las sanitarias, deberían tomar en cuenta también la salud mental, la necesidad de relacionarse, el ocio. No podemos dejar a las personas jóvenes de últimas en la fila de vacunaciones y luego exigirles según qué cosas. Ellos y ellas tienen derecho a la diversión y a no ser vistas desde el juicio adulto que no tiene ni idea de lo que han pasado.

La segunda semilla es el repensar qué sitio le damos a la empatía en nuestras vidas. Me explico con un ejemplo: durante el confinamiento, una amiga acompañaba a su hijo de espectro autista a dar paseos diarios. Era salud mental necesaria… pero a juzgar por los gritos desde los balcones vecinos, nadie se paró a pensar el por qué de sus paseos.

No tengo la solución prudente, pero sí sé que el problema es que nadie pensó en la juventud hasta que no fue para criminalizarles. Ahora, si no encontramos soluciones para su derecho a una parte de su salud mental, al menos no emitamos juicios. Un poquito de empatía nunca viene mal. 

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