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Campaña del PSC en Sabadell con Salvador Illa.

Nada más iniciarse, la campaña electoral catalana amenaza con convertirse en la versión institucional de un reality televisivo en el que el público debe decidir a quien nomina, a quien expulsa ya quien premia. El debate más o menos serio sobre el futuro del país se ve sustituido por una batalla entre víctimas. El desenlace no afecta al país entero, sino al futuro personal y político de unos candidatos que se juegan el futuro de su carrera. Hasta ahora, en el epicentro de esta batallita estaba Carles Puigdemont y su “restitución”. Desde el miércoles, en el altar de los mártires también está Pedro Sánchez, quien con la frivolidad que le caracteriza ha decidido dinamitar la campaña (especialmente la del PSC) para convertir cualquier sufragio en un gesto de adhesión o repulsa hacia su persona.

Entiendo el disgusto de Sánchez en un asunto que afecta directamente a su mujer, pero entendería mejor que dimitiera de repente, o que no lo hiciera, y no que difiera su decisión hasta el lunes, como el guionista de un culebrón que aplaza el desenlace para mantener a la audiencia con el alma en el corazón. Si, además, finalmente se repiensa, muchos llegaremos a la conclusión de que todo este numerito no es más que otra jugada maestra de esas que tan bien conocemos en Cataluña.

La maniobra del presidente español perjudica a Salvador Illa, que estaba siguiendo punto por punto la táctica del mutismo estático. También perjudica a Puigdemont, que aspiraba a convertir las elecciones en un referéndum sobre su figura. Y es un gran estorbo para Aragonés, que necesita hablar de su gestión, aunque ésta esté llena de claroscuros. Pero, sin embargo, es dudoso que el chantaje emocional pueda resultar eficaz en un país donde se ha practicado tanto, y con mayor fundamento.

La prensa de Madrid nos muestra estos días un país dominado por la histeria, con un foso político y moral que deja el espíritu unitario español en manos de la Roja y poco más. Todo ello hace que, cuando PP y Ciutadans hablan de la “fractura” existente en Catalunya, podamos tomarlo con ironía. Las divisiones son normales en cualquier democracia madura, pero lo que ocurre en España es otro tema: Hay una porción del electorado, quizá mayoritaria, capitaneada por el partido alfa, que con el apoyo externo del poder mediático y judicial pone en cuestión las bases del régimen que afirma defender. Es una crisis sistémica, marcada por la suciedad y la brutalidad. Ha sido necesario que el entorno directo del presidente quedara afectado para que la cuestión escandalice a los que hasta ahora miraban hacia otro lado.

No debemos olvidar que todo esto es una herencia de nuestro 2017, agudizada por la amnistía. Es una victoria póstuma del Proceso, que al parecer se ha dado por muerto antes aquí que en Madrid. No es casualidad que en Cataluña esta facción antidemocrática y posfranquista sea minoritaria, y en el País Vasco aún más. El PP y su entorno, por activa o por pasiva, están haciendo cristalizar la plurinacionalidad del Estado.

En 2017 Cataluña intentó alejarse de España, y siete años después nos encontramos con que es España la que se aleja de Cataluña a marchas forzadas. La desconexión que en 155 evitó quizás llegará igualmente por la vía de las mentalidades, y si este abismo mental se consolida, no habrá Constitución que lo arregle. Es más, la propia Constitución será un obstáculo por hacer de España un proyecto político viable. Pero pocos políticos españoles tendrán la lucidez necesaria para entenderlo.

Pase lo que ocurra el 12 de mayo, es necesario que las fuerzas soberanistas de Catalunya y Euskadi se conjuren para jugar bien sus cartas en la arena política española.

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