¿Qué harías de unos días libres?

Una persona trabaja con un ordenador portátil dentro de un avión.
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En Europa oriental, una mujer inteligente y sensible me cuenta que le ha salido un nuevo trabajo, que deja el que tiene ahora, y que entre uno y otro tiene unas semanas libres. Me pregunta qué haría yo de estas semanas libres.

En el otro extremo de Europa, aquí, una mujer inteligente y sensible me cuenta que le ha salido un nuevo trabajo, que deja el que tiene ahora, y que entre uno y otro tiene unas semanas libres. Me pregunta qué haría yo.

¿Qué harías vosotros? Os pido que penséis un momento.

Ambas mujeres opinan que no quieren convertir estas semanas en unas vacaciones. Quieren hacer algo realmente especial y fértil. Son conscientes de que la vida laboral característica del capitalismo avanzado es un continuum sin fisuras de semanas, meses y años de trabajo y presión, punteados solo muy de vez en cuando por algunas vacaciones, algún permiso de maternidad o de paternidad, o alguna baja laboral por una gripe. Y, por eso, conciben la ocasión que tienen ahora como realmente excepcional. Quieren estar a la altura del privilegio que les ha sido concedido y no malgastarlo con cualquier futilidad.

Piensan. Hablan con parientes y amigos. Dudan de si decantarse por una actividad que las satisfaga en el plano estrictamente personal o si formarse profesionalmente en algún aspecto importante, que pueda contribuir a mejorar el ambiente del lugar donde trabajarán, por ejemplo, o a tener más impacto positivo en el entorno. Por último, me dicen que ya se han decidido. Estas mujeres nunca sabrán nada la una de la otra, y llevan unas vidas bastante distintas, pero su elección es la misma: harán un curso de Excel.

Me quedé tan estupefacta que he tardado dos años en escribirlo. Estas mujeres, no hace falta que os lo diga, son capaces de aprender a dominar Excel en cualquier momento. Y, sin embargo, han decidido dedicarle unos de los días más excepcionales de sus vidas.

En mi opinión, la anécdota refleja dos lógicas que poco a poco se han ido infiltrando en nuestras vidas. La primera lógica es la propia de la cultura de Excel, el documento por antonomasia de la rendición de cuentas. Excel nace de la voluntad de plasmar en cifras concretas la complejidad de la realidad. La cultura de Excel consiste en creer que la sensación de control que excelizar la realidad conlleva es fundamental para que el mundo funcione bien. Podría limitarme a decir empresa en lugar de mundo, pero Excel ya se ha incorporado como elemento de gestión en las vidas personales de muchas personas mucho más allá del trabajo. Así, la cultura de Excel se basa en la idea de que excelizar la realidad mejora las vidas en general. Son palabras mayores. He aquí una de las razones por las que ambas mujeres deciden apuntarse a un curso de Excel.

Excel puede ser extraordinariamente útil, por supuesto. Pero se convierte en terriblemente peligroso cuando se utiliza en procesos de toma de decisiones que solo tienen en cuenta las realidades excelizables. ¿Qué ocurre con todo lo que queda fuera? ¿Qué lugar ocupa todo lo valioso, pero que no se puede cuantificar? La lista es muy larga y seguro que enseguida os viene a la cabeza una retahíla de intangibles valiosos, pero no cuantificables, que no se han tenido en cuenta a la hora de evaluar procesos, personas, o de tomar decisiones importantes. No me entretendré. Se ha escrito mucho sobre el tema. Para referirme solo a una de las reflexiones más recientes sobre la cuestión: Remedios Zafra, en El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática (Anagrama, 2024), reflexiona si, con estos sistemas, estamos creando sentido o simplemente "apariencia de sentido", y se lamenta amargamente de la "tristeza burocrática" y la desafección que la acompaña.

Pero la anécdota pone sobre la mesa todavía otra lógica, que tiene que ver con las nuevas tecnologías en general: una de las razones por las que las nuevas tecnologías son deseadas y devoradas con avidez es que intimidan. Hacen sentir pequeñas e indefensas incluso a las personas más lúcidas, con ideas propias y bien ubicadas en el mundo, como es el caso de estas dos mujeres. Cada vez más, se mide parte de sus capacidades en función de su capacidad de adaptarse al ritmo frenético de aparición de nuevos artefactos, aplicaciones y softwares. ¿Ya sabes lo suficiente? ¿Seguro que estás realmente al día? ¿Cómo puede ser que todavía no sepas que ha salido la nueva versión del enésimo artefacto o software? Se apodera de nosotros, entonces, la mala conciencia. Y son esa sensación de pequeñez y esa mala conciencia, creo, lo que llevó a las dos mujeres de la anécdota, lúcidas, vivas y muy espabiladas, a desperdiciar los días libres que el universo les había concedido.

Me pregunto cuántos de nosotros realmente habríamos sido capaces de escaparnos de esta misma trampa. También me pregunto, aún dos años después, qué habrían podido hacer estas dos mujeres que valiera realmente la pena. Y me doy cuenta de que no sé concluir el artículo con una vía luminosa, porque esta es la otra: me mortifica la idea de estar amonestando a estas mujeres porque hicieran algo que realmente hubiera merecido la pena hacer, como si no se hubiera tratado demasiadas veces ya a las mujeres como si fueran menores de edad y no fueran competentes para elegir lo que les parezca más apropiado de hacer, y tan anchas. Quiero decir que caigo en la paradoja de sentirme mal de verlas tan empequeñecidas ante las nuevas tecnologías y, a la vez, las empequeñezco haciéndoles saber que pienso que no han sabido elegir bien.

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