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Un soldado revisa la documentación al paso fronterizo de Chaman, entre el Paquistan y el Afganistán

Por puro azar –quiero decir, sin ninguna intuición sobre aquello que sucedería pocas semanas después–, una de mis lecturas de este pasado julio fue el libro de William Dalrymple El retorno de un rey. Desastre británico en Afganistán 1839-1842 (Madrid, Desperta Ferro, 2021, 518 páginas). El autor escocés hace una crónica brillante y a la vez rigurosa sobre la que los historiadores denominamos “Primera Guerra Anglo-Afgana”, un conflicto desatado por los temores de Londres ante la aproximación de la influencia rusa a sus ricas y cruciales posesiones del Indostán.

Sobre este trasfondo, los británicos organizaron una expedición militar para instalar en el trono de Kabul a un antiguo rey que les era deudor, Shah Shuja-ul-Mulk, y convertir Afganistán en un estado satélite que mantuviera el imperio zarista alejado de las Indias. La operación empezó medio bien y –sin que la resistencia hubiera cesado nunca del todo– el régimen filobritánico conoció un par de años (1839-1841) de relativa tranquilidad. 

El otoño de 1841, sin embargo, el choque sociocultural entre la arrogancia de las tropas angloindias de ocupación y los tradicionalísimos afganos desató la revuelta: los mulás declararon la yihad contra los “lascivos infieles”, Kabul se sublevó, los jefes político y militar británicos fueron hechos polvo, Shah Shuja fue asesinado y –como entonces no había aviones para una evacuación rápida– la retirada de los 16.500 “conquistadores” que quedaban en la capital afgana se convirtió en una agonía dantesca, prácticamente sin supervivientes. El Imperio Británico –que era la primera potencia militar del mundo– quiso vengar la humillación con una expedición de castigo en 1842 que liberó rehenes, incendió ciudades y masacró prisioneros, pero entendió que Afganistán era un país difícil de controlar. Verificarlo había costado a Londres el equivalente a 50.000 millones de libras esterlinas actuales.

Casi dos siglos después, ese precedente de los inicios de la Era Victoriana pone de relieve las constantes de la “larga duración” histórica. En el caso de Afganistán, esto significa la perennidad de los conflictos internos tribales y clánicos: en 1839 se enfrentaban dos dinastías rivales, los barakzais y los sadozais; vencedores los primeros, al cabo de una generación se sumergieron en una guerra civil sucesoria (está claro que el emir difunto había tenido al menos 43 hijos e hijas...). ¿Hay que recordar que, durante la etapa del Afganistán soviético, el Partido Democrático Popular, único y marxista-leninista, se dividió en dos facciones (Khalq o “el Pueblo” y Parcham o “la Bandera”) que disimulaban con pretextos ideológicos líneas de fractura clánicas y clientelares y que se enfrentaron literalmente a muerte?

Todo lo que ha sucedido estos últimos años en el país centroasiático es un déjà-vu: la formación de un ejército nacional afgano tan costoso como inútil a la hora de la verdad ya la conoció Shah Shuja antes de que la haya sufrido el presidente Ashraf Ghani; la venalidad y la corrupción de los políticos colaboracionistas con el ocupante occidental ya aparecía en las crónicas de 1840, así como la explotación, por parte de los capitostes locales, de los donativos y sobornos de los ricos invasores; los cambios de bando, las lealtades reversibles en función de qué se puede obtener (riqueza, poder, honores...) han sido moneda corriente desde siempre; el islamismo como fuerza política y galvanizador bélico contra los “infieles” existía en Afganistán antes de que hubiera nacido el tatarabuelo de Bin Laden.

Sí, está claro que las sucesivas administraciones de los Estados Unidos han cometido numerosos errores a lo largo de estos veinte años: errores estratégicos, errores tácticos, errores políticos y culturales, ilusorias expectativas de modernización y democratización desde arriba, a punta de fusil... De todas maneras, fatiga un poco volver a leer (¡en La Vanguardia!) tópicos tan sudados e insostenibles como que los talibanes “fueron alimentados por los Estados Unidos para derrotar a la URSS”. Contra la ocupación soviética (iniciada en diciembre de 1979), la CIA y otros poderes –desde China a Irán o Arabia Saudí– apoyaron a los muyahidines (genéricamente, "combatentes"), que estaban fragmentados en una decena de organizaciones, todas islamistas pero en pugna por la hegemonía. Una vez retirados los soviéticos (febrero de 1989) y caído el régimen comunista (abril de 1992), las facciones y los señores de la guerra muyahidines empezaron una lucha de todos contra todos y sumergieron al país ya devastado en un caos apocalíptico.  

Fue justamente como reacción frente a este caos, y respondiendo al deseo de un mínimo de orden y seguridad de la mayoría de la población, que en 1994 aparecieron los talibanes (de talib, "estudiante coránico"). Aguerridos, disciplinados y con el apoyo paquistaní, en un par de años conquistaron Kabul e instauraron su emirato. Después, darían hospitalidad a Osama bin Laden, tendría lugar el 11-S en 2001, los norteamericanos decidirían invadir el país...; el resto de la historia es suficientemente conocida.

Desde el punto de vista occidental, la última aventura afgana ha acabado también en desastre. Pero constatarlo, sufrir por la suerte de las afganas (¡y de los afganos!), hacer análisis críticos de todo aquello que ha pasado, no nos tendría que hacer perder la perspectiva histórica.

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