Según una interesada caricatura, reforzada hoy por personajes como Javier Milei, el objetivo del liberalismo político no es otro que el adelgazamiento del estado y, a largo plazo, su transformación en una entidad decorativa en el seno de una sociedad desigual. A pesar de que todas las sociedades avanzadas han alcanzado un alto grado de libertad y prosperidad gracias a los planteamientos clásicos de la democracia liberal, la caricatura que acabamos de mencionar ha hecho mella. Muchos no dudan en insinuar que Nueva York representa más o menos el infierno, mientras que en La Habana o en Caracas la gente disfruta de la vida en libertad. En realidad, el objetivo de las democracias liberales no es en modo alguno la erradicación del estado y la entronización de la esfera privada por medio del autoritarismo, como está haciendo Milei en Argentina. Lo que hace falta es que el estado se ocupe de lo que solo puede hacer el estado, y que la sociedad civil tenga el nervio necesario para crear riqueza en un marco de equidad social y de libertad. Es tan evidente que el Estado no puede renunciar, por ejemplo, a la seguridad de los ciudadanos, como que puede delegar determinadas funciones en la iniciativa privada. La lista exacta de estas funciones, sin embargo, es motivo de una vieja y provechosa discusión que lleva a sanísimas discrepancias. En relación a cuestiones como los flujos migratorios, sin embargo, ¿la administración pública hace realmente lo que le corresponde? Yo creo que deja de hacer cosas que por imperativo democrático debería hacer y, al mismo tiempo, se inmiscuye a menudo en asuntos que forman parte de la esfera privada de las personas. ¿Delegar de facto la acomodación de la inmigración a una apretada constelación de organizaciones no gubernamentales no es una forma como otra de privatización poco justificable? He aquí una primera cuestión que quizás habría que replantear.
La segunda tiene que ver con asociar tácitamente inmigración con malestar social e incluso con delincuencia: esta generalización es un despropósito y una infamia, y les aseguro que no lo digo por buenismo. Permítanme empezar con una ilustración histórica reciente (que no comparación: no juguemos a sacar afirmaciones de contexto). Entre mediados de la década de 1980 y comienzos de la de 1990, la lacra de la heroína causó verdaderos estragos sociales. El problema afectó a toda Catalunya, incluidos pueblos muy pequeños, y no solo a algunos barrios marginales del área de Barcelona. Pues bien, aunque ahora ya hayamos perdido su memoria –o lo hacemos ver–, la pequeña delincuencia multirreincidente se convirtió en un problema muy grave. Sus protagonistas eran autóctonos, y algunos de casa buena (me vienen a la cabeza varios nombres vinculados a familias importantes de la burguesía catalanísima). Aquello no tenía nada que ver con la inmigración, pero el resultado –la pequeña delincuencia multirreincidente que generó– hoy es percibido distorsionadamente de forma similar por parte de muchas personas que acaban votando extrema derecha. Entonces la gente estaba escandalizada por la impunidad de un tipo de acciones delictivas, y ahora por otro que solo afecta a una minoría insignificante. Por tanto, el problema no tiene nada que ver con la "regulación de la inmigración", en el sentido ingenuo que he oído en las últimas semanas, sino con una legislación penal desproporcionadamente laxa, sobre todo si hablamos de menores. La inmensa mayoría de la gente que ha venido de fuera no causa ningún problema, sino todo lo contrario: muchos hacen trabajos que aquí ya no queremos hacer. Es dudoso que la inmigración pueda ser realmente "regulada", mientras que es del todo factible que un multirreincidente, sea de fuera o de aquí, se lo piense al ver que, a diferencia de lo que ocurre ahora, sus acciones tienen consecuencias reales y tangibles.
En tercer lugar, conviene ser muy cuidadosos a la hora de mezclar temas alegremente: los malos resultados del informe PISA, el problema de la vivienda, el multiculturalismo, la identidad, el colapso de la sanidad pública, la lengua ... Cuidado, mucho cuidado: este discurso es tóxico y conduce sin remedio a planteamientos políticos inquietantes. Hay que tratar todos estos temas, porque son bien reales; pero sin la tentación de hacer uno totum revolutum asociado a la inmigración. No se trata de elegir entre buenismo y –digamos– “malismo”, sino de intentar resolver problemas concretos que requieren soluciones igualmente concretas, no una imposible regulación –en el sentido literal del término– de la inmigración. De momento, esto no ha funcionado en ninguna parte, ni siquiera en la idealizada Europa del norte. Sí es factible, en cambio, aplicar soluciones efectivas a problemas concretos. Empecemos, pues, por ahí.