Hace apenas una semana, esta columna comentaba la fascinación que producen los cambios en la opinión pública, a cuenta de lo registrado en la figura de Donald Trump. De ogro a casi vencedor in pectore de las elecciones, por méritos propios. Pero esto era hace una semana, y en política, una semana puede ser un suspiro o una eternidad. Hace ocho días comentábamos que estos cambios en la opinión pública suelen ser graduales, pero a veces ocurren de forma más abrupta.
Y es que el pasado lunes, el enfrentamiento estaba entre un Trump en ascenso y un Biden en declive, pero la situación actual ya no tiene nada que ver con aquélla. El candidato demócrata ya no es Joe Biden, sino la que ha sido su vicepresidenta durante estos tres años y medio, Kamala Harris. Lo que podía parecer, por lo pronto, una solución de compromiso para salir del atolladero, se revela (pero sólo una vez se ha tomado la decisión) como una idea feliz, cargada de ventajas. De entrada, se pasa de un candidato a la reelección a una candidata nueva de trinca: se le presupone continuismo respecto a Biden, como es lógico, pero a la vez supone un cambio sustancial: de salir elegida, sería la primera mujer presidenta de EE.UU. Y, además, la primera presidenta negra. Junto al hombre blanco viejo que era y representaba a Biden, son valores que dan mil caballos de fuerza a la candidatura de Harris.
El cambio, además, implica un nuevo reparto de roles que los demócratas, y sus creadores de opinión, han aprovechado de inmediato: ahora, el único hombre blanco viejo que queda sobre el escenario es Trump. Ahora es a él a quien se le puede reprochar, a sus setenta y ocho años, que es demasiado viejo para aspirar a la presidencia. Vale, se le ve en forma y su reacción (enérgica, casi furiosa) al atentado que sufrió le mostró pletórico. Pero esto no quiere decir que no pueda mermar en poco tiempo, como le ocurrió a Biden. Y además, incluso ese atentado y la imagen que dio Trump (que fueron recibidos, por supuesto, con el calificativo de históricos) ahora ya parecen lejanos, remotos, menos significativos y determinantes de lo que había parecido que habían ser.
Además de la luz de gas en Trump, sin embargo, la llegada de Harris a la carrera electoral parece haber generado luz propia. El partido y sus principales dirigentes, sus figuras más imponentes, desde Obama hasta Hillary Clinton pasando por el propio Biden, han cerrado filas en su entorno, las encuestas le han saludado sonrientes y ella misma ha protagonizado un cambio de percepción espectacular: de segunda figura gris y empequeñecida por el protagonismo de Biden, que era como se la veía hasta hace pocos días, a candidata con un discurso potente, bien articulado e incisivo, capaz de enlazar con el recuerdo de la ilusión que va despertar la llamada obamamanía –no con esa ilusión, pero sí con su recuerdo. El error de Trump –que siempre será Trump– tratándola de loca también es muy grande. Veremos qué ocurre, pero el duelo, como dice el tópico, se presenta apasionante.