Los nuevos emperadores

Con el conflicto de Nagorno Karabaj, Erdogan extiende su influencia a Transcaucasia

Mónica García Prieto
3 min
Tropes armènies preparant-se a Erevan, la capital, per sortir cap a Nagorno-Karabakh a lluitar contra les forces de l’Azerbaidjan.

A medida que se desmorona la influencia estadounidense en todo el mundo, la situación se vuelve más compleja ante la multiplicidad de agentes deseosos de repartirse el vacío de poder. Hace sólo 19 años, el conflicto de Nagorno Karabaj -un enclave armenio enclaustrado en Azerbaiyán- se dirimía en un despacho de Florida, donde los presidentes Heidar Alíyev y Robert Kocharián fueron convocados por Washington bajo la égida de la OSCE para buscar una solución a un conflicto que data de finales de los 80. Hace unos días, era Irán quien entablaba contactos con los dirigentes de ambos países para calmar la tensión bélica que ya se ha cobrado un centenar de vidas.

En la enésima y sangrienta reedición de la guerra de Nagorno Karabaj, es el ambicioso líder turco Recep Tayyip Erdogan quien extiende su influencia a Transcaucasia. Lo hace con un apoyo militar explícito -mercenarios sirios incluidos- a Azerbaiyán que conlleva el riesgo de internacionalizar un conflicto local de potencial inquietante: enfrenta a armenios cristianos -víctimas, por cierto, del primer genocidio moderno a manos, precisamente, de los otomanos- contra azeríes musulmanes chiíes, proyectando una sombra de choque de civilizaciones. Además, tiene a Rusia y a Turquía como patrones, lo que podría derivar en una nueva guerra por proxies.

Es una de las muchas aventuras expansionistas a las que se está lanzando el nuevo emperador turco en el Mediterráneo Oriental, Libia, Siria o Irak y con la vista puesta en Yemen, Sudán y Somalia, donde ya tiene una base militar. Su persistente lucha por el control del petróleo y del gas en el Mediterráneo -que casi lleva a otra guerra este verano- no es una inversión económica, sino una forma de proyectar su poder político internacional. Si hace una década Turquía se caracterizaba por evitar roces con sus vecinos, hoy no tiene reparos en enfangarse con Egipto, Israel, Arabia Saudí, Emiratos, Francia, Rusia o Estados Unidos. “La nuestra es una civilización de conquista, y estamos dispuestos a lo que haga falta desde el punto de vista político, económico y militar para reclamar nuestros derechos en los mares Mediterráneo, Egeo y Negro”, advertía Erdogan en agosto, incidiendo en la retórica ultranacionalista que tan buenos resultados le reporta. "Si hay alguien que quiera enfrentarse a nosotros y pagar el precio, que venga", añadió.

Turquía perdió hace tiempo la careta de modesto socio internacional y de sumiso aspirante a la Unión Europea para transformarse en una potencia económica per se con ambiciones extraterritoriales, lo que algunos llaman la China de Europa. Ha abierto decenas de oficinas diplomáticas en todo el mundo, en particular en África y Oriente Próximo, y ha aumentado su presencia en las instituciones internacionales -desde la OEA hasta la Liga Arabe o la Unión Africana- en lo que su ministro de Exteriores describe como “política exterior de 360 grados” que persigue maximizar su interés económico y anular amenazas potenciales, cumpliendo así la promesa realizada por Erdogan hace cuatro años de “ir y afrontar [los problemas] allí donde estén”.

Las ínfulas intervencionistas de Erdogan deberían generar un sólido temor entre sus socios. Si Armenia busca internacionalizar el conflicto de Nagorno Karabaj para obligar a su aliado ruso a intervenir en base a la Organización del Acuerdo de Defensa Colectiva, del que ambos forman parte, no sólo ardería el Cáucaso: el conflicto religioso volvería a dar alas a los extremistas islamistas desautorizados tras décadas de prominencia gracias a las guerras de Afganistán, Irak o Siria, hoy casi extintas. Sólo cabe esperar que tanto Recep Tayyip Erdogan como Vladimir Putin tengan demasiados frentes abiertos como para escalar otro conflicto, porque las características de sus liderazgos -despóticos, imperialistas y nacionalistas, con un fuerte peso en un pasado glorioso y en la religión- llaman a una confrontación que nadie desea. Pero confiar en el sentido común de semejantes líderes, caracterizados por una bravuconería casi temeraria, resultaría demasiado optimista: los nuevos emperadores buscan el poder, no el bien de sus prójimos.

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