Perros por la democracia

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Tres perros en un cochecito, en un parque de Beijing, China.

Mi gato me dice que cada vez hay más perros a los que llevan dentro de cochecitos de bebé. Me fijo. Y tiene razón. ¿Envidia? Porque claro, no veo circulando gatos, ni musarañas, ni ardillas... Son quisos. Pequeños. Sí, parecen un niño, o quizás ya hacen P3, incluso P5. Me cuesta adivinarlo sólo con el hocico. Algunos llevan un jersey, o mantita, o rebequeta, o abrigo. No sé. Ropa. Los tapan prêt-à-porter. Fuera hace frío. Quizá por eso cada vez hay más humanos que se visten de perros.

A ver... de más bestias, pero hay muchos perros. ¿Por qué? No sé. Mi gato, que está a la última de todo –desde la cotización de la rata en la bolsa de Boca Raton hasta el último accesorio para el afilador de bigotes de energía eólica–, me dice que estos homínidos son furry. ¿Perdona? Sí, sí. Son seres humanos que se visten de animales. Pero, hey, con rasgos antropomórficos. Es decir, tú puedes ver a un perro de felpa caminando con dos piernas. Hablando. O moviendo los brazos como un individuo. Hay en todo el mundo, de furries. De hecho, se encuentran. Juegan a cartas, comen pizza, beben cerveza, rotan, se hurgan la nariz o van al cine (¿a las perreras?). Cómo haría cualquier terrícola. Pero ellos lo hacen vestidos de animal. ¿Por qué lo hacen? Mi gato no tiene una respuesta demasiado clara. Di, minen...

Algunos buscan acicalarse no ya físicamente sino espiritualmente. Si eligen un marsupial fosforescente es porque creen que el marsupial fosforescente son ellos. Vamos, humano y animal se confunden, como quien está bajo las sábanas de la confusión de piernas del coito. Y nacen los furries. Tú te sientes realizado existencialmente empolirándote de conejo. ¿Por qué? Da igual, eso. Tú te sientes cachapón. Y haces de eso. Quizá botas. Quizás enseñas los dientes. Quizás buscas conejas. Y después debes conejar. No sé. Tu quieres ser un conejo y puedes serlo a horas convenidas. Encontrarte con un zorro, una hormiga, un búho o un escarabajo. Es hermoso. Un Arca de Noé sin agua, ni nada, pero rebosante de bestias que no son bestias, pero lo parecen. Una arcadia animal global de algodón.

De furries hay en todas partes. Sobre todo en Estados Unidos y Europa. Pero se extiende, extiende. El furrismo no se detiene. Tiene futuro. Hace frío. Muy frío. Todo el mundo necesita abrigarse. El perro del cochecito. Y el vecino del 5º 3a que quiere ser un león morado incandescente. Esto es el inicio. De la decadencia más absoluta, total, llena, de una sociedad. Que empezó con "no matad pollos porque es un crimen contra la humanidad, pero yo me joderé a espuertas los nuggets de oferta capitalista, pero sobre todo no me digan que son cadáveres de pollo". Que sigue con la retórica fascista que el gallo viola a las gallinas. ¡Que dobla de coñac con "no podemos coger los huevos de las gallinas porque estamos, no ya robando, sino matando a niños!" Lo que necesitamos es otro furrismo.

En casa somos furros. Que significa, de siempre, ariscos, salvajes, salvajes. Éste es el furrismo que necesitamos. Porque cuando vemos un grupo de perros humanos con trajes de tres mil euros y con actitud de armonía cósmica y de buen rollo-vigilad-las-carteras, les explicaremos que también queremos jugar. Los desnudaremos. Les pegaremos todo. Y los dejaremos allí: a correr. Porque el amigo furri lobo se les joda vivos. Claro, la vida es otra cosa. Pero claro, la vida desea que sea un disfraz. Y lo cruel: condenar a los animales reales a ser esclavos de personas irreales. Y a querer ser animales irreales cuando sois personas reales. El lobo ya le contará el cuento.

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