Hay imágenes que, por muy obscenas que sean, deben publicarse. El Kremlin es difundido retratos de cuatro personas señaladas como autoras del asalto en el Crocus City Hall de Moscú. Cuatro hombres en estado de aturdimiento con señales evidentes de haber sido torturadas. Sus miradas perdidas lo dicen todo. Desconocemos las acusaciones concretas que pesan sobre ellos y la existencia de pruebas que las confirmen. Sólo sabemos que ha habido varios detenidos y que de momento las acusaciones sobre la ejecución de la matanza han caído sobre estos cuatro.
La divulgación de estas imágenes aclara poco sobre los hechos. Putin ha trasladado el crimen al terreno político, dando por buena la atribución del atentado a una sección del Estado Islámico, que le ha reivindicado, pero centrando el discurso en la hipótesis de que haya Ucrania detrás. Un ejercicio propio de la pulsión conspiratoria del presidente ruso, siempre a la caza y captura paranoica del enemigo, ahora mismo el gobierno de Zelenski presentado como el heredero contemporáneo del nazismo.
El hecho es que Putin, justo después de haber ganado unas elecciones construidas a su gloria, responde al atentado con una auténtica declaración de principios, que no por ser previsible deja de ser obscena. Las fotos que deshumanizan a los acusados las exhibe precisamente para que quede claro que para él no hay límites y que en Rusia todo poder –la justicia también– confluye en su persona, convirtiendo así la terrible matanza de Moscú en una oportunidad para que los de dentro y los de fuera desvanezcan cualquier esperanza sobre su forma totalitaria de entender el poder. Además de ser humillante para las víctimas del atentado, que quedan en segundo plano, es una cruel advertencia que no puede pasar desapercibida.
Tras la caída del Muro de Berlín, en los años 90, quisimos creer que aquella experiencia totalitaria se había agotado y que poco a poco Rusia avanzaría hacia el reencuentro democrático con Europa. Fue un espejismo que la debilidad de Gorbachov y los delirios de Yeltsin desdibujaron rápidamente. Y, desde las cavernas del KGB, emergió Putin, que está culminando la implacable ruta del regreso al totalitarismo (con manifiestas complicidades de las extremas derechas occidentales).
La escritora Nadia Muraveva, que vino a vivir a Catalunya hace dos años, lo explica muy bien: “Yo tenía el corazón dividido en dos: por un lado evocaba siempre mi patria verdadera, la aldea sumergida en agua de la memoria; y, por otro, siempre me venía a la cabeza la imagen de otra patria mía ensangrentada y feroz y, al mismo tiempo, muy desamparada”.