La semana pasada se aprobó una subida del salario mínimo interprofesional (SMI) del 5%. Un éxito para Yolanda Díaz, que logra así mantener su compromiso con las mejoras salariales, y para muchas personas trabajadoras que verán cómo sus ingresos aumentan hasta los 1.134 euros mensuales en catorce pagas. Y al mismo tiempo, una decisión no exenta de polémica. Por el fondo y las formas.
Son muchas las voces críticas contra las subidas del SMI. La gran subida en 2019 –de 735 a 900 euros mensuales– fue utilizada por diferentes organismos para evaluar su impacto. Aumentaba los ingresos de muchos trabajadores, reduciendo así la desigualdad laboral de aquéllos con salarios más bajos. Por el contrario, también supuso una reducción en el empleo, entre aquellos puestos de trabajo que desaparecieron y los que nunca llegaron a crearse, y en las horas trabajadas. Esto afecta especialmente a las pequeñas y medianas empresas, donde los sueldos son más bajos. Pero, al mismo tiempo, también son las empresas donde se acumula un mayor porcentaje de working poor; es decir, de personas que, aunque trabajan, no logran estar por encima del umbral de la pobreza. Los resultados de los estudios indican que las subidas del SMI tuvieron un efecto negativo sobre el empleo, pero fue pequeño y, como contrapartida, se redujo algo la fuerte desigualdad laboral que sufrimos.
Uno de los elementos que habitualmente se utilizan para determinar lo grande que puede ser la destrucción de empleo debido a los aumentos del SMI es el hecho de si éste se encuentra por encima o por debajo del 60% del salario medio del país. Con la nueva subida del 5% se alcanzaría este valor, por lo que futuros aumentos tendrán que ser analizados con cuidado.
Sin embargo, más allá de las consecuencias económicas que se deriven de esta subida, probablemente uno de los grandes riesgos será la pérdida del clima de diálogo favorable que se había dado entre los agentes sociales. Sindicatos y patronal tenían un acuerdo de subida sin encontrarse en el porcentaje exacto. El salario mínimo es una de las piezas más importantes dentro de la negociación salarial, pero al mismo tiempo es una competencia exclusivamente gubernamental. Idealmente, un acuerdo que contara con todos los agentes sociales –sindicatos y patronal– sería clave para evitar conflictos laborales y fomentar un clima de cooperación y entendimiento entre trabajadores y empresarios. Pero, con una Yolanda Díaz que ha endurecido su tono conciliador, ese consenso puede desaparecer.
Es ahí donde los razonamientos económicos se mezclan con los factores políticos. Por un lado, quizás Yolanda Díaz tiene ahora más fuerza dentro del gobierno después de la salida de Nadia Calviño, que se había opuesto históricamente a las subidas del SMI. Por otro, después de que los diputados de Podemos tuvieran su decreto de reforma del subsidio de desempleo, quizás Díaz está más débil. No sabemos lo que le espera en el futuro, pero sus políticas seguirán marcando las relaciones laborales en una línea muy clara: derechos, primero, y diálogo, segundo.