Mientras la prensa de Madrid, particularmente la más afín al gobierno de Sánchez, proclama a son de trompeta que la elección de Salvador Illa como president de la Generalitat suponía el fin de la revolución catalana del 2017, es oportuno recordar la frase del dramaturgo alemán Georg Büchner que, en La muerte de Danton (1835), una obra sobre la Revolución Francesa, afirma que "la revolución es como Saturno, devora a sus propios hijos". ¿Ha ocurrido lo mismo, con los hijos de la revuelta de los catalanes? El resultado de las últimas elecciones al Parlament de Catalunya así parece indicarlo: la pérdida de la mayoría parlamentaria independentista, propiciada por el abstencionismo de una parte del electorado soberanista, obliga a los partidos que formaban aquella mayoría a replantear su estrategia. De hecho, tanto Junts como ERC, y también la CUP, celebrarán congresos en otoño con este fin. Ahora bien, esta reorientación estratégica, ¿debe implicar un cambio de liderazgos? O mejor dicho, ¿puede plantearse seriamente sin un relevo en la dirección de los partidos?
En cualquier otro contexto, la respuesta lógica sería que nuevos tiempos y nuevas estrategias requieren nuevos liderazgos. Sin embargo, hay dos actores principales del Procés, Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, que, aunque admitió que se ha entrado en una nueva (y legítima) etapa, se resisten a abandonar –uno quizá de forma más explícita que el otro– el liderazgo de las respectivas formaciones, Junts y ERC. La feroz represión política que una justicia vengativa ha ejercido sobre ambos puede explicar, en el campo personal, su voluntad de permanencia en primera línea. Pero políticamente se hace difícil de entender, porque su trayectoria está tan íntimamente ligada al fracaso con el que acabó el Procés, que cuesta creer que estén legitimados para una etapa realmente nueva, en la que el conjunto del soberanismo extraiga las lecciones de lo que ocurrió y se adscriba, una vez por todas, al principio de realidad (el politólogo Jordi Muñoz escribió un ensayo clarividente al respecto, que publiqué en L'Avenç).
En mi opinión, el error principal cometido en octubre del 2017 fue la "singular declaración de independencia" (así la calificamos en la Història mundial de Catalunya, publicada por Edicions 62 bajo la dirección de Borja de Riquer). Una declaración que el gobierno de la Generalitat no tenía fuerza para hacer efectiva, como se demostró, pero tampoco la legitimidad necesaria para proclamarla, tras un referéndum en el que los del no no fueron a votar (más que en una proporción muy pequeña) y que carecía de los requisitos internacionalmente exigidos para considerar válida una consulta de esa naturaleza. La salida lógica a aquel callejón era la convocatoria de elecciones, sobre todo después de la mayor victoria lograda nunca por el independentismo: la sensacional movilización popular y democrática del día 3 de octubre, en la que partidarios y detractores de la independencia nos fuimos a manifestar juntos para decir que la represión, los porrazos a la ciudadanía, no eran la vía para tratar la cuestión catalana.
La ingente razón democrática acumulada en el Procés, culminada en aquella movilización extraordinaria, fue dilapidada en buena parte con la declaración del día 27, después de que Puigdemont se echara para atrás, sin saber aguantar la presión y con los silencios culpables de Junqueras en medio, del acuerdo alcanzado –con el lendakari Urkullu y otros actuando como mediadores– de convocar elecciones: la pugna personal y política entre los dos para no pasar por traidores se impuso a la inteligencia política que convenía en ese momento tan delicado y trascendente. A ojos de Europa, de la Europa que, sin embargo, nos miraba, no es lo mismo ser los defensores de una causa democrática que quiere celebrar un referéndum acordado y validado que los ejecutores de una fantasmagórica declaración de independencia para la que no se tenía, repito, ni la legitimidad ni la posibilidad. Bastaba con ver la soledad posterior de los eurodiputados de Junts en el Parlamento Europeo, sentados en la última fila, fuera de cualquier grupo de la cámara, para entender el alcance de lo que pasó.
La represión judicial que se desató entonces –y que persiste, con la negativa prevaricadora de parte de los jueces de aplicar la ley de amnistía– ha enturbiado la comprensión de aquella realidad y ha dificultado mucho la aplicación de un juicio mínimamente severo hacia Puigdemont y Junqueras (excepto para los adversarios del Procés, por supuesto, que se han cebado con deleite). De momento, solo Marta Rovira, otra protagonista de la declaración del 27 de octubre, parece haber extraído, con su paso al lado, las enseñanzas de ese error y de la consiguiente desafección de buena parte de sus electores, que han entendido, mucho antes que los líderes políticos, la necesidad de una reorientación de un combate tan legítimo como necesario para la soberanía de Catalunya.