Inmigrantes ayer, trabajadores hoy
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Hace exactamente veinte años que publiqué mi primer libro: Yo también soy catalana. En ese texto quise volcar todos los temas vinculados con mi condición de hija de inmigrantes que me inquietaban y condicionaban: la identidad, la lengua, las mujeres y la religión. Lo hice iluminada por una de las experiencias vitales más trascendentales que existen: la maternidad. Cuando te nace un hijo no te queda más remedio que decidir quién eres, qué valores, qué cultura, qué lengua quieres transmitirle. Quizás algo ingenuamente decidí que lo mejor que podía hacer era reivindicarme "de aquí" y resultó que este "aquí", en nuestro caso concreto, era la catalanidad, aunque una catalanidad real y no la construcción ideal que algunos han querido representar. Real y, por tanto, impura, mestiza, contaminada de elementos externos desde el principio. No me hice catalana para que pudiera elegir entre un sinfín de opciones disponibles sino porque ésta era la forma que tenía la ciudadanía en mi entorno inmediato. Un entorno de barrio de clase trabajadora, con de Vic de los "de toda la vida" que trabajaban en las curtidurías, catalanes que hablaban castellano, gitanos. Más allá también estaba la cultura, la literatura y el acceso a una educación superior a la que llegaban pocos de mis compañeros (recuerdo, por ejemplo, la soledad de pisar el Institut Jaume Callís para hacer BUP cuando todos mis compañeros de primaria o bien se iban a FP o bien se quedaban en casa). También decidí, conociendo la composición demográfica de Cataluña y su historia no de tierra de acogida sino de tierra de inmigrantes, que la catalanidad debía ser cambiada y resignificada por los "nuevos catalanes" del siglo XXI. Si la mayoría de los "autóctonos" tenían en su árbol genealógico a individuos que habían nacido fuera del país, ¿por qué no podíamos hacer lo mismo quienes veníamos de otros continentes? Eso sí, ya desde entonces me di cuenta de que los principales obstáculos para nuestra integración no eran ni la lengua ni unos valores culturales distintos sino la segregación, la exclusión, la pobreza y las numerosas dificultades que nos encontramos quienes cometimos el error de nacer en un sitio equivocado.

Veinte años después de ese texto en el fondo optimista, a pesar de la complejidad de la experiencia agridulce que plasmaba, confieso que me resulta tremendamente doloroso descubrir que los debates sobre inmigración no sólo no han cambiado sino que se han hecho más explícitamente deshumanizadores. Se ha normalizado la idea de que los demás pueden ser sometidos a leyes específicas que los discriminan, se avala que los derechos fundamentales sean vulnerados en caso de tener un origen extranjero. Se sigue hablando de los recién llegados como si fueran extraterrestres que acaban de aterrizar. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo debemos tratarlos? ¿En qué sitio los ponemos? Vuelvo a sentir la angustia que me provocó durante años la sensación de estar detrás de un cristal mientras los gestores, políticos, expertos y opinadores hablaban sobre nosotros sin nosotros. Y la carga pesada de tener que dar explicaciones sobre lo que hacen todos los que son como "nosotros", que nos empujen continuamente hacia el grupo de los vagos que no quieren trabajar, los aprovechados, los tramposos o los delincuentes. ¿Cómo debemos ser catalanes si nos tiene por ladrones, violadores o terroristas? Y sentirme así me da rabia porque yo de pequeña soñaba con ser una escritora "normal". Pero la normalidad es imposible cuando lo que se está debatiendo es tu propia existencia, tu pertenencia, tus derechos fundamentales, el arraigo y el futuro de tus propios hijos. La marca indeleble de la extranjería nunca se borra y sólo se puede simular una cierta normalidad cultivando la indiferencia y la sordera selectiva. Ocurre, sin embargo, que no puedes ser indiferente ni hacerte la sorda cuando te ponen el dedo en el ojo. A ti oa las personas que amas.

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