Que el nuevo tema de Junts per Catalunya sea la inmigración ha cogido a mucha gente bajando de Arbeca. Ni que decir tiene que es culpa de Carles Puigdemont y los suyos: como explicaba perfectamente Núria Orriols en este diario, en el 2017 absolutamente nadie hablaba de inmigración, y los postconvergentes se han sumado a toda prisa para responder a la tendencia europea ya la competición electoral con Silvia Orriols. La irresponsabilidad por no haber abordado el tema durante años es tan irrefutable como que, cuando un partido rectifica, el juicio sobre si la cosa irá en serio o todo es muy poco fiable es una cuestión que pertenece al terreno de la metafísica o, peor aún , en los artículos de opinión de los próximos meses. Este artículo de opinión quisiera ser una especie de previa para poder entender mejor la conversación que está a punto de sacudirnos.
La novedad cultural más relevante sobre la inmigración nace de la izquierda: hemos pasado de la lucha clásica entre la derecha reaccionaria y el centro liberal a una confrontación entre una derecha y una izquierda eminentemente identitarias mientras el centro se hunde. El territorio que sabíamos navegar era el de la segunda mitad del siglo XX. Después de las guerras mundiales y de la Guerra Fría, el mundo había quedado vacunado contra los peligros del nacionalismo y el totalitarismo, y habitamos el fin de la historia de Fukuyama. La alianza entre democracia liberal y capitalismo había triunfado, y las distintas identidades del mundo irían convergiendo en unos mismos valores mientras que las diferencias culturales se convertían en simple curiosidad folclórica, como el Fórum de las Culturas. Algunos conservadores lloraban por la pureza perdida, pero todo el mundo tenía claro que la identidad ya no importaba. La izquierda se apuntó a la creencia de que el mercado global sería un buen instrumento para disolver las tensiones y llegar a la vieja utopía universalista e igualitaria que había soñado el comunismo, y encima sin tener que hacer mucho más que sentarse a gozar.- _BK_COD_
Pero ocurre que las diferencias identitarias sí importaban. A pesar de los avances del feminismo o el antiimperialismo, había ciertas formas de opresión que seguían estando inscritas en el cuerpo de los oprimidos que no se erradicaban. De vez en cuando, algún negro se hacía rico y alguna mujer presidenta, o algún país del tercer mundo mejoraba los números macroeconómicos, pero, en términos generales, la igualdad –la que se pregonaba desde ese discurso supuestamente postidentitario– no era real . Así, pensadores y activistas muy diferentes, pero que compartían una militancia izquierdista, adoptaron lo que se llama “esencialismo estratégico”. La idea es que, admitiendo que pensar en términos identitarios es pernicioso, es necesario ser prácticos: si el grupo mayoritario te discrimina por tu identidad y la cosa no mejora, será mucho más útil asociarse y luchar en coaliciones de identidades oprimidas. A los catalanes esto no debería sonarnos muy marciano.
La gracia del discurso de las nuevas derechas en auge hoy es cómo ha asumido este marco hasta el final, pero dándole la vuelta en un juego de suma cero. Quizás durante un tiempo fuimos los poderosos y los responsables de todos los males del mundo, pero con el auge de China y de los petrodólares del Golfo, los occidentales cada vez pintamos menos, hasta el punto de que ahora nuestra forma de vida está en peligro. No sólo eso: esta forma de vida occidental sería la que inventó la neutralidad liberal, la democracia, el secularismo, los derechos humanos y todo lo que la izquierda dice que quiere proteger. Por tanto, en este nuevo mundo multipolar, será necesario que volvamos a separarnos en civilizaciones éticamente inconmensurables entre ellas –civilizaciones que no tiene sentido comparar– para proteger lo mejor de la nuestra. Aquí estamos y en ese contexto llega la propuesta de Junts.
Ahora bien, pensar la inmigración hoy significa también darse cuenta de que, como vimos con el terrorismo y las crisis financieras del XXI, la forma de vida occidental está ligada con el resto de formas de vida del planeta de forma irreversible. En el mundo actual, lo que amenaza la paz y el bienestar no son las costumbres de las tribus premodernas, sino la competición entre estados que genera muerte y desigualdad en todas las naciones del mundo; una lucha global descarnada que justamente explica los flujos migratorios.
Naturalmente, continuar por este camino nos llevaría a la vieja idea utópica sobre formas de gobernanza y solidaridad globales, que siempre suena a fuga de estudio. Ahora bien, que un gobierno global esté muy lejos no significa que debamos perder la lógica de los problemas y sus soluciones. Los fracasos de la historia del universalismo ético no justifican abandonar el universalismo ético. En el debate actual sobre la inmigración hay dos figuras inútiles que lo protagonizan todo: una derecha que demoniza a los inmigrantes por razones identitarias mientras mantiene un modelo económico nacional y global que destruye la cohesión social que dice que quiere proteger, y una izquierda que ya no tiene ninguna ambición política útil para las clases medias y se limita a culpabilizar a la mayoría nacional por el mero hecho de serlo sin aplicar los mismos estándares éticos a los inmigrantes oa otros estados y culturas. Ambos extremos se retroalimentan en un debate que sólo favorece elstatu quo. Sería necesario que apareciera una nueva cultura política capaz de volver a plantear transformaciones globales ambiciosas sin caer en la retórica identitaria, porque esta retórica nos está impidiendo hablar de inmigración y regularla por las razones adecuadas.