Me encuentro en una situación que imagino común a todos los que escriben artículos de opinión a fecha fija. No tener suficiente conocimiento experto sobre un evento reciente pero, al mismo tiempo, no poder pensar en otra cosa que en éste. Me ocurre con la tragedia de Valencia. Y de ahí que éste sea el tema de hoy.
1. Pasado. Es seguro que algunos aspectos de lo ocurrido en Valencia habrían sido diferentes sin el calentamiento global. Pero no su esencia. Nuestras cuencas mediterráneas son propensas a las riadas de otoño, que, de vez en cuando, provocan grandes catástrofes, consecuencia de una combinación de lluvias extremas, de una realidad física con mucho desorden y falta de previsión, de decisiones poco acertadas en la gestión de la emergencia y, también, de la mala suerte. Yo tengo memoria de la inundación de Valencia de 1957 –oficialmente 85 muertos, pero debían de ser más– y de la del Vallès de Septiembre de 1962, que viví de voluntario. Recuerdo el estadio de Montjuïc lleno de familias a las que el aguacero se le había llevado hogares edificados sobre sol que era barato porque podía pasar lo que pasó. También fotos familiares en el barro de las rieras de Rubí. No vi víctimas mortales –nos enviarían a trabajar a un lugar poco problemático– pero las hubo, se calcula, entre seiscientas y mil. Fue horroroso, como en Valencia ahora.
2. Presente. Las sociedades humanas son conscientes de que los desastres naturales son posibles. La tipología está bien establecida porque, con frecuencias distintas, son recurrentes. Y, por tanto, las sociedades bien organizadas tienen políticas de previsión para con ellos. ¿Cuál es la actitud adecuada hacia los desastres naturales de baja frecuencia y potencialmente devastadores? Pues la que se derive del objetivo de preservar vidas. Salvar patrimonio –no me refiero a lo culturalmente emblemático– no es, de por sí, tan importante. Éste puede tratarse por la metodología habitual de los seguros. Los grandes desastres son poco frecuentes. Y, por tanto, las primas, cubiertas explícitamente por damnificados potenciales o implícitamente por gobiernos, son socialmente manejables. El objetivo de salvar vidas se despliega por dos vías: las infraestructuras y las técnicas de previsión de la inminencia del desastre. Si éstas son buenas se pueden preparar planes de evacuación (o de confinamiento). Si no lo son, es indispensable construir infraestructuras físicas –que pueden ser muy costosas– y normas legales con la capacidad de asegurar la supervivencia si se produce el desastre. Un caso en el que la previsión de inminencia es todavía prácticamente inexistente es la sismicidad. Por eso la diferencia entre seísmos que producen muchas víctimas y los que producen pocas no es su intensidad sino los códigos de edificabilidad y las infraestructuras. Sin embargo, en ámbitos como el de la predicción de erupciones volcánicas o, sobre todo, el climatológico, los avances han sido extraordinarios. Hoy en día la combinación de las estimaciones meteorológicas de base científica con una actitud prudente de las autoridades políticas a la hora de tomar decisiones debería asegurar que la inmensa mayoría de grandes chaparrones tengan un coste bajo o inexistente en términos de vidas humanas. Clarifico que no estoy implicando que las infraestructuras o regulaciones urbanísticas no sean necesarias. Lo son porque –y aquí el cambio climático incide– también tenemos desastres naturales de intensidad media y más frecuentes y por éstos es mejor, y más económico, disponer de infraestructuras y viviendas que les resistan y que permitan vivir sin sustos constantes.
3. Futuro. Las sociedades que funcionan aprenden de sus experiencias. Esto es particularmente importante en el caso de los grandes desastres porque, naturalmente, en éstos no tenemos margen para experimentar sobre el terreno. Y como las experiencias son, afortunadamente, pocas, no podemos desperdiciar ninguna. Convendría pues constituir una Comisión de investigación independiente, y de un alto nivel técnico, que en un plazo no demasiado largo analice a fondo y presente un informe sobre lo ocurrido, con recomendaciones para el futuro. Está claro que la vida y el debate político no cesarán mientras la Comisión realiza su trabajo. Es consustancial a una sociedad democrática, como lo es la rendición de cuentas. Pero sería una señal de inmadurez si las tensiones políticas impidieran su formación o ahogaran el buen trabajo que una Comisión de alto nivel puede llevar a cabo para garantizar que lo que vivimos hoy nunca más se repita.