El candidato Enrique Arnaldo comparece ante la comisión consultiva de nombramientos para el Tribunal Constitucional.
10/11/2021
3 min

1. Malas prácticas. Todos sabemos que la política está llena de atajos que desafían la más elemental decencia y el mínimo de buen sentido que sería exigible. Y es irritante que haya momentos en los que, tomando en falso el interés colectivo, se hagan con toda impunidad cosas que desprestigian a los protagonistas, alimentan la desconfianza de la ciudadanía y denigran las instituciones. Después de una patética comedia orquestada por el Partido Popular, que no quiere perder peso en instituciones decisivas en la gobernanza del Estado para velar por la protección de sus intereses (en medio de un considerable carrusel judicial), se han empezado a hacer las renovaciones pendientes de determinadas instituciones, llenas de mandatos caducados. Y así hemos llegado al caso de la renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional. Una vez más, ha quedado claro que el PP y el PSOE, para mantener la conjura bipartidista, no tienen vergüenza.  

Si era poco ejemplar el criterio establecido -cada uno proponía dos candidatos y el otro los tenía que aceptar y punto en boca-, todavía fue más indignante el resultado: el PP presentó dos candidatos sobre los que había más que dudas sobre su idoneidad, especialmente Enrique Arnaldo, a quien siguen goteando las sospechas. Y el PSOE calla y otorga. Es más, Odón Elorza se mostró impertinente con el candidato y ha sido castigado por el partido. Consecuencia: los dos grupos del gobierno –el socialista y el de Unidas Podemos- se tragan el sapo. Como si no hubiera pasado nada.

Sé que vivimos en un sistema de comunicación en el que las noticias están pocas horas en escena, y un disparate tapa otro a ritmo acelerado. Pero el hecho es que con operaciones como estas la imagen de las instituciones sigue ensuciándose, el PSOE –y Unidas Podemos a remolque- cede de manera ridícula ante el PP, y la derecha, tan ancha, porque sabe que su electorado tiene estas cosas perfectamente asumidas.

2. Populismos. Pero pasamos de la anécdota a la categoría: la conjura bipartidista, en la que Podemos, en este caso, hace un triste ridículo. La consolidación del gobierno de coalición ya hace tiempo que inquieta a la España oficial, representada por la derecha y amplios sectores del Partido Socialista, los hijos directos del felipismo. El 2014, con la abdicación de Juan Carlos I, la irrupción de Podemos en las elecciones europeas, la consulta catalana del 9-N, la confesión de Pujol y la crisis de Caja Madrid, fue un momento indiciario del agotamiento del régimen del 78, ese que nadie ha sido capaz de reformar en cuatro décadas. Ya no todo estaba bien atado. Ni siquiera el bipartidismo, que PNV y CiU apuntalaban cuando hacía falta. 

En el clima de cambio generado por Podemos y por el independentismo, creció el tópico del populismo. Un recurso con pretensiones teóricas que en realidad es una doctrina para marcar las fronteras de un sistema que se tendría que distinguir por su capacidad de integración y no por convertir en un recinto cerrado el espacio de lo que es aceptable. El populismo se ha utilizado sistemáticamente como categoría para la descalificación. Y ha permitido dibujar una injusta equivalencia entre la extrema derecha y las izquierdas que se sitúan más allá de la socialdemocracia. El celo para reducir a los actores con derecho a tocar poder ha sido tan grande que ni siquiera se ha querido reconocer lo que ha sido un éxito del régimen: la incorporación de los herederos del 15-M en las instituciones, con el primer gobierno de coalición. Ha ido demasiado bien, y para algunos es insoportable. De forma que los vientos mediáticos vuelven a empujar hacia la conjura bipartidista. Y Pedro Sánchez cae en ello: pacta con el PP la vergonzosa renovación del Constitucional. Realmente, ¿el presidente cree que con gestos como este ampliará su espacio electoral?

No, no digan que es un hecho aislado. Son las prácticas del bipartidismo que se empezó a configurar cuando el PSOE llegó al poder en 1982 con una legitimidad democrática sin precedentes y con una autoridad política insólita y se erigió en el arquitecto del nuevo régimen. En vez de dotar a este país de la cultura y de la práctica democrática que no tenía, priorizó la consolidación de las instituciones. Y esto se tradujo en un sistema jerárquico y rígido, construido sobre la hegemonía del ejecutivo respecto a los otros poderes y sobre un modelo de partidos muy piramidal, que tomó la forma del bipolio PSOE-PP.

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