Volver a vivir después de la prisión
Justicia y ONG ayudan a centenares de reclusos sin vínculos familiares ni domicilio a integrarse en la comunidad una vez obtienen la libertad
Barcelona / Martorell¿Y ahora qué? “A vivir tranquilito, porque no pienso volver adentro”, responde Mario Casterás, que es por primera vez en muchos años un hombre libre. Cargado con solo dos bolsas de plástico, el 6 de enero de 2021 salió de Can Brians, la última de las prisiones donde ha ido sumando condenas en dos tandas: una primera de 1980 a 1994 por una serie de atracos con su hermano y una segunda que arrancó en 1996 por un intento de asesinato que se encadenó con la del asesinato de otro preso. “Me he ganado a pulso toda la condena, sin ni un día de permiso”, explica este leridano de 62 años tomando un café en el centro de Barcelona. No tuvo ningún permiso porque en los primeros años –detalla– la junta de tratamiento se los denegaba uno a uno y en la recta final fue él quien los rechazaba. “Total, ¿para hacer qué?”
Afuera no lo esperaba nadie y tampoco tenía ningún lugar donde ir, ni siquiera para pasar el fin de semana libre. La última vez que ingresó en un centro penitenciario acababa de ganar el PP de José María Aznar, CiU de Jordi Pujol gobernaba con una mayoría relativa en un Parlamento de cinco partidos y todavía se compraba en pesetas. Pero de todos los cambios sociales con los que se ha topado ya libre, el que más ha impactado a Casterás es la omnipresencia del móvil y que “todo el mundo vaya hablando o mirando la pantalla”. A él el teléfono, dice, todavía lo agobia y se ha buscado uno solo “para hablar”, pero admite que se ha sorprendido teniendo conversaciones “como una persona normal por la calle”. En general, dice, se ha adaptado bastante bien a las nuevas rutinas y a la vida en libertad gracias a las artes marciales que practica como ejercicio para "cabeza y cuerpo".
Como Casterás, hay centenares de reclusos –entre el 5% y el 10% del total de 7.800, según Justicia– que no tienen domicilio ni ninguna red familiar o de confianza a la que recorrer cuando disfrutan de régimen abierto o de la libertad definitiva. Los hay que ingresan en la prisión ya sin ningún referente, pero también muchos a quienes la condena les “rompe los vínculos” y los desconecta de su núcleo y del trabajo, indica Rosa Maria Martínez Casado, responsable de Medi Obert i Serveis Socials de la conselleria, que explica que el año pasado el servicio de acompañamiento en el proceso de transición de la prisión a la comunidad atendió a 141 reclusos considerados vulnerables y que voluntariamente habían solicitado esta ayuda. Para las mujeres reclusas –alrededor de 500– la estrategia es diferente y, como los jóvenes, disponen de un circuito personalizado, más dirigido a garantizarles recursos residenciales y talleres laborales, atendiendo que a menudo tienen hijos a cargo y las tasas de reincidencia son mucho más bajas que la de los hombres.
Libre pero en solitario no es fácil pulsar la tecla de reinicio de la vida. “Tenemos que entender que la prisión es un punto y aparte, y la comunidad tarde o temprano se tendrá que hacer cargo [del expreso] como ciudadano”, apunta Martínez, que sostiene que los permisos y el régimen abierto sirven, precisamente, para que los reclusos vayan retomando el escenario con que se encontrarán. La preparación empieza los últimos tres meses de la condena, cuando se permite la entrada de voluntarios en los centros penitenciarios para que tengan los primeros contactos con el preso acogido en el programa, y continúa seis meses más ya en libertad con el apoyo de ONG y los servicios sociales del municipio donde residirá, para buscarle un lugar para vivir o una prestación social. Peor lo tienen los que no tienen permiso de residencia y a quien los antecedentes penales los excluyen de pedir la regularización administrativa, para los que es complicadísimo salir del círculo. Más suerte ha tenido Casterás, que comparte un piso que paga con los 600 euros de la renta garantizada de ciudadanía y los ahorros del trabajo en la prisión. "Yo siempre he sido muy ahorrador", dice.
Una de estas entidades es la Fundació Sant Antoni Abat, que desde 2020 gestiona una casa de acogida en Martorell para presos en régimen abierto y de permiso, que abrió en 2009 el carismático padre Josep Maria Fabró, cura de Can Brians, con una subvención de Cáritas y sobre todo con la dedicación de los voluntarios. Aquella manera de hacer se "profesionalizó" cuando en 2020 llegó la Fundación, que sigue los protocolos regulados por el departamento de Justicia, que obligan a llevar un control estricto de faltas y ausencias, puesto que la estancia en la casa forma parte del plan de trabajo y de vida de cada usuario, como explica Marta García, educadora social de la Fundación. Solo el año pasado pasaron 179 hombres. “Cuando se los recibe, se les informa de las reglas básicas: no consumir drogas ni alcohol durante la estancia, no traer armas ni recibir visitas, y mantener la habitación y los lugares comunes limpios”, enumera Xavier Rubio, el voluntario encargado de la primera acogida y de llevar al día la casa. “Y, sobre todo, a las 11 tienen que estar en casa, porque se cierra la puerta”, apunta su compañero Esteban Miguélez, que subraya que si bien no actúan de policía sí que tratan de mantener el orden y la convivencia. García señala que el incumplimiento del código de conducta supone automáticamente una sanción en la prisión y seguramente perder futuros permisos.
Ajeno a lo que pasa en su entorno, Rafael Jiménez está atento a la televisión sentado en una butaca del comedor de la casa de acogida. A los 81 años cumple en este servicio la mitad de los “muchos años” que le quedan de condena. Jiménez, que evita explicar qué lo llevó a la prisión más allá de admitir un “error muy grande”, hace nueve meses que llegó a Martorell directo de Brians y explica que valora haber recuperado espacios de intimidad e incluso tiempo para poder salir a pasear o ir a un casal de gente mayor. “Adentro me encontraba solo y aquí me cuidan”, dice.
Es viernes al mediodía y en un margen de 10 minutos llaman a la puerta de la casa dos hombres más que vienen a pasar el permiso de fin de semana. Saludan y enseguida suben al piso donde tienen las habitaciones individuales para hacerse la cama, pero rechazan participar en este reportaje porque –dicen– no quieren poner en ningún compromiso a los parientes. Los dos coinciden en afirmar que se sienten a gusto en este espacio y con los platos que les prepara otro residente fijo. Durante los permisos, los voluntarios acompañan a los usuarios que lo necesitan a "hacer el papeleo" de renovar el DNI o el carné de conducir o al dentista.
Para el buen funcionamiento de los programas de acompañamiento es indispensable que voluntarios y reclusos sepan mantener una "distancia óptima", en palabras de la responsable de la conselleria. Por eso, los voluntarios reciben una formación específica para saber tratar al preso y "que no lo vean como un monstruo ni tampoco lleguen a justificarle los hechos". Los dos saben que "no hay secretos", insiste Martínez, así que cualquier incidente tendrá que ser trasladado a Serveis Penitenciaris en caso de que el preso esté en régimen abierto o de permiso.
Cuando el día de Reyes Mario Casterás salió de Can Brians, solo lo esperaba un trabajador social de la Obra Mercedària para llevarlo directamente a una residencia de Sant Feliu de Llobregat que acoge temporalmente a los que ya tienen la carta de libertad definitiva hasta que no encuentran una alternativa más estable. Como en tantas otras salidas, no había nadie de su familia y por motivos personales tampoco estaba Roser Garcia, miembro del voluntariado penitenciario de Justicia y Paz, y el referente para Casterás, pero en este año de libertad los dos han mantenido contacto por teléfono y hoy han quedado para comer juntos en Barcelona y ponerse al día. Explican que se cayeron bien desde el primer momento que se vieron en la prisión por primera vez y enseguida establecieron una relación que califican de amistad, a pesar de que los dos saben que están en planes diferentes y los contactos los hacen a través del móvil no personal de Garcia para "separar vida personal y voluntariado".
Casterás dice de Roser Garcia que con ella ha encontrado la ayuda emocional que no encontró –o que rehuyó– entre barrotes y la voluntaria subraya la “nobleza” del hombre y deja claro que en ningún caso lo “juzga” ni lo condena por los delitos y la vida que ha llevado. “La misión del voluntariado en las prisiones es dar confianza y autoestima, escuchándolos, tomando un café o yendo a andar, pero en ningún caso ni les hacemos terapia ni les aconsejamos sobre qué tienen que hacer con su vida”, continúa Garcia, que firma con otros tres compañeros Sortir de la presó. Una aventura incerta (Icaria), con prólogo del malogrado Arcadi Oliveres.
Irene Monferrer es otra de las autoras que relatan en el libro su experiencia con expresos, que tienen en común las “dificultades para reinsertarse en una sociedad sin trabajo, familia ni casa y muchas veces sin papeles”, y a menudo también con problemas de drogodependencia o de salud, y a quienes los años de prisión les han hecho perder hábitos cotidianos. "Todo el mundo se merece una segunda oportunidad”, proclama convencida.
Los primeros días en libertad, a Mario Casterás lo perseguía la paraonoia de que “todo el mundo” lo miraba por la calle y a la vez él no paraba de mirar detrás suyo. “Como en la prisión, donde nunca puedes descuidar la espalda”, explica este leridano, que ha pasado más de la mitad de su vida entre rejas. Sobre todo después de condenas largas, la libertad no es fácil y de hecho “es un momento muy duro”, concede la responsable de Medi Obert de Justicia, Rosa Maria Martínez, porque hay expectativas altas que se incumplen y miedos por el que se encontrarán al cruzar la puerta.
Casterás dice que uno al final se acostumbra a los rígidos horarios de levantarse y dormirse, de comer y de salir al patio, del menú de las comidas…, en definitiva, que “todos los días sean iguales” y a pasar a ser objeto y no sujeto de su propia vida. Por eso lo que más cuesta es recuperar la capacidad de tomar decisiones banales y de hacer gestos tan cotidianos como cerrar una puerta, porque adentro de la prisión hay cierre automatizado. En la casa de Martorell los voluntarios se desviven para que los presos que están de permiso “cierren luces y grifos”, y se ocupen de la medicación que les toca. “Parece mentira, pero la libertad los ahoga y algunos incluso dicen que adentro estaban mejor”, resume el voluntario Xavier Rubio.
Martínez estima que el 80% de los presos salen "preparados" para enfrentarse a la vida en libertad porque en los programas de reinserción se ha trabajado desde la empatía hasta los hábitos laborales, pero siempre queda un grupo "resistente a los tratamientos" y que también se merece que les echen una mano un golpe al exterior.