A diferencia del resto, los pijos no cargan, ni cargan ni recogen. Todavía recordamos con la estupefacción típica de la clase media depauperada (y no sabíamos hasta qué punto depauperada, a pesar de que lo deberíamos haber intuido, porque estábamos en el inocente 2007 y todavía faltaban unos meses para que la cosa se precipitara a toda velocidad hacia la precariedad y la autoexplotación). Decía que todavía recordamos aquella tarde del mes de abril, en el Chiquipark, cuando la señora (que era princesa de nacimiento) le pidió a la nanny, con aquella autoridad colonialista que solo se tiene si tu bisabuelo ha tenido una plantación de caña de azúcar en Cuba, que recogiera a la niña de entre las pelotas de plástico multicolores, lo cual la nanny (Remilyn, nos pareció que se llamaba) hizo como quien hace una genuflexión, mientras la otra, la señora, permanecía impertérrita, recta como un palo, controlando la operación desde su atalaya.
Las madres pijas siempre tienen las manos libres, también es verdad que para no hacer mucho o nada, mientras que las otras, devotas de la crianza consciente, siempre cargan, además del bebé, una bolsa de la medida de la joroba de un dromedario, pero de diseño, con todo tipo de artefactos que ni los baúles de Concha Márquez Piquer de gira por Sudamérica: tres biberones, toallitas húmedas, un cambiador de viaje plegable (plegable pero que ocupa su buen espacio), pañales y una o dos mudas, la jirafa Sofía, de dos a cinco animales de felpa, porque nunca sabes qué querrá la criatura, una bolsa con piezas de construcción mezcladas de juegos diferentes, seis bolsas de snacks ecológicos que tienen sabor a cartulina, unas golosinas también naturales que de tan amodorradas serán claves para que, cuando los bebés dejen de serlo, se enganchen peligrosamente, y como mínimo, a los huevos Kinder, dos botellas de litro de agua mineral... El otro de los progenitores, en el supuesto de que haya dos, o quien sea que acompañe a la madre no pija en el agradable paseo hasta el parque (los padres pijos, mientras sus esposas tienen las manos libres, están jugando a pádel ), llevará, a su vez, un patinete, un triciclo, una mochila con más pañales y dos mudas más, una guitarrita, una trona de viaje por si “nos apeteciera, Manel, ir a comer a La Panxa del Bisbe”, y una esterilla.
Las pijas, no. Las pijas no practican la crianza consciente, practican la inconsciente y delegan, primero a las nodrizas y después a los Jesuitas de Sarrià, todo lo que tenga que ver con la supervivencia de sus vástagos, de los cero hasta los veinticinco años.
El perro cobrador y de boca blanda lleva solícito las presas de pluma o de agua al cazador. Los mozos se encargarán del equipaje en el andén, en el muelle y en el lobby del hotel. Los portadores atraviesan la sabana con los fardos encima de la cabeza y sobre los hombros mientras el señor, montado en un angloárabe, abre el paso. El caddie trastea con la bolsa de palos. El petisero carga los tacos de polo y las cadenas de ponys. El recogepelotas, arriba y abajo de la pista. Los camareros levantan la mesa. Las criadas barren el confeti de la verbena y vacían los ceniceros de colillas y ceniza. El ayudante de cámara repliega, después de localizar todas las piezas esparcidas por el tierra de la habitación, el esmoquin.
Salvo que los pijos tengan una irrefrenable y folclórica tendencia al drama ibérico -como los Franco saliendo con el dictador a hombros del Valle de los Caídos o Alba entrando en la catedral de Sevilla con la pobre Cayetana, que Dios la guarde, también a peso-, de cargar el muerto se ocupa, según sea el caso, la guardia de Granaderos (portando un ataúd de roble inglés hecho a medida treinta años atrás para el duque de Edimburgo en los hoy desaparecidos talleres de Henry Smith), el cuerpo de marines de los Estados Unidos o, directamente, los funcionarios de las pompas fúnebres.
Excepto un paso por Semana Santa (el de la Quinta Angustia, por poner uno de los que les gustan, que sale de la Magdalena, el Jueves Santo hacia las cuatro y veinte minutos de la madrugá sevillana: antifaz, túnica, capa y cinturón morados), los pijos, definitivamente, ni cargan ni recogen.