Vips&Vins

Kiko Amat: "Vengo de una cultura de no-moderación. Nadie bebe por el gusto de las cosas"

Escritor

El escritor Kiko Amat
Elena García Dalmau
17/10/2025
6 min

Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971) lleva más de cien tatuajes y, mientras habla, se recoloca el bigote y los pendientes. La repetición constante de movimientos –dice–, como las bromas y palabras que se repiten en sus libros, y las películas que revisiona una y otra vez, le gusta y siempre le ha ido bien. Habla contra la "cultura serie" en el podcast Pop y Muerte, publicó en febrero su último libro, Dick o la tristeza del sexo (Anagrama), y este noviembre será uno de los representantes de la literatura de Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

Tienes muchas teorías sobre la comida.

— Teorías subjetivas de mierda. No tengo una teoría all-encompassing, universal. Pero tengo un recelo natural hacia la obsesión gastronómica de nuestros tiempos, que podríamos decir que tiene cuatro patas.

Nos sirve.

— Primero. En mi casa, cuando yo era pequeño, había una combinación delirante de pasotismo-control paterno-granparental. En mi adolescencia, por ejemplo, yo podía volver a las cinco de la madrugada, taja como una mona, con un ojo colgante, y nadie me decía nada, pero no podía saltarme la comida del domingo. El almuerzo del domingo era beyond catastrófico saltártelo. Como en muchas casas de clase obrera, se sacralizaba la comida. También porque mis abuelos venían de la Guerra Civil, el hambre… Yo tengo un puto trauma con sentarme en la mesa.

¿Por qué?

— Me crea un desasosiego heavy. Lo asocio a aquellos almuerzos casi misales donde cada plato lo había preparado mi abuela dejándose la piel yendo cuatro veces al mercado en una semana. Parecía que tener resaca y no poder comerte las gambas era un escupitajo en la cara de mi abuela y todos sus valores.

Ya tenemos la primera pata.

— La segunda parte es que, durante una época de mi familia, del 82 al 90, muchas comidas familiares estaban teñidas de un tipo muy particular de tensión en muchas direcciones: conyugal, paterno-filial, heavy. Heavy no de "intervención de los servicios sociales". Pero yo pasé una década temiendo sentarme a cenar. Yo no quería salir de mi habitación, donde leía Spiderman, o me masturbaba, o escuchaba rock and roll. Una comida era sinónimo de conflicto.

¿Todavía hoy?

— Aunque mi abuela y mi madre eran grandes cocineras, estas experiencias me crearon un rechazo instintivo contra la seriedad de las comidas, contra la sacralización de las putas comidas. Ahora lo he vencido un poco, porque he tenido hijos y los he criado en una atmósfera querida. Pero, igualmente, a la mínima que he podido he encontrado un vacío legal para evitar sentarme en la mesa con mis hijos. Todo por no tener una comida seria. Estamos juntos, somos felices, miraremos una serie alucinante, pero no hace falta estar en la mesa.

Vamos por la tercera pata.

— Por una serie de razones, quizás porque era un niño gordito y poco atlético, quizás porque una novia ultrachunga me dijo que estaba "gordo–que no lo estaba, y me traumatizó– tuve una época de dismorfia corporal. No extrema, ni mucho menos. No llegué a ir a ningún especialista, ni a ser hospitalizado, ni a nada de eso, pero sí perdí peso de una manera ostensible. Esto acabó de conformar una relación ambivalente y no del todo amiga.

¿Y la cuarta?

— La cultura de la clase obrera, la cultura de mis amigos y mía, es una cultura de comida mierda. Cena quicos y pipas. A mí me molaba. Era muy feliz comiendo quicos y jodiéndome birras. Era un puntal de mi alimentación. Por eso, cuando me encuentro un acercamiento que yo creo que es elitista y sacralizado del gurmetismo… Me la suda. Realmente, no tengo ninguna conexión con la cultura de la comida.

O sea que un menú degustación de 150 €…

— ¡Uau! ¿Qué dices!? Ni 150 ni nada. Me parece delirante. Realmente, yo podría pasar sin nada, hasta que tomara escorbuto. En la serie Black books había un personaje que tenía la teoría de que los espejos de la sección de verdulería y frutería no son para que veas el género, sino para que veas la mala cara que haces y digas "Ostras, debería comerme una naranja".

¿Y sobre el mundo del vino sirve la misma teoría?

— La misma. Todo lo que he dicho de la comida es perfectamente aplicable al vino. Yo vengo de una cultura que no sólo es de la birra, sino de la birra industrial. Es una cultura que precede a la cultura de la cerveza artesana, que respeto, aunque es un poco de cincuentón que necesita un proyecto. Es como fermentar bayas. No es mi palo. Mi cultura es la mala birra.

Y "mala" ¿quiere decir…?

— Birra industrial sin ninguna pretensión. La que se produce en masa. En concreto, la de Barcelona de por vida. E incluso de marca blanca. En realidad, no existe una grandísima diferencia entre la cerveza industrial de marca y la de marca blanca. El único problema es que tienen una graduación más baja, y si quieres adquirir el puntillo necesario para olvidarte de las tragedias cotidianas –que son tres birras–, necesitas más graduación.

¿El alcohol forma parte de tu día a día?

— La cultura de la que vengo es alcohólica, en el mejor y en el peor sentido de la palabra. La ingesta de espirituosos –no salvaje, sin entrar en patologías enfermizas– me parece bien. La que no ocasiona drinking and driving, ni matar a gente y tal.

En Un hombre intranquilo escribías que "la vida de los no bebedores debe ser terrible".

— Esto está basado en una cita que dijo un inglés que ahora no recuerdo. Uno de mis ingleses. "Me sabe mal por la gente que no bebe porque cuando se despiertan por la mañana y salen de la cama… Es lo mejor que se sentirán en todo el día". Creo que el alcohol, con todo tipo de cautelas, puede tener beneficios como ciudadano y como artista.

¿Cómo ciudadano?

— El alcohol puede poner en perspectiva los inconvenientes. En la vida, uno debe saber distinguir entre inconveniencias y problemas. En muchas ocasiones, inconveniencias parecen problemas. Te aseguro que después de tres birras ves qué es inconveniencia y qué es problema muy claramente. Los problemas seguirán a las tres, diez, quince birras, incluso magnificados. Las inconveniencias se hacen pequeñas. Para mí es una buena prueba de laboratorio.

¿Y como artista?

— El alcohol –en mi caso, la birra– favorece el pensamiento abstracto. Es un mito total que puede escribirse bebido. Puede escribirse, pero mal. Se necesita concentración focal. Pero, si estoy encajado, de repente la birra me hace crear asociaciones que no crearía.

Otra cita: "Gracias a los bares soy lo que soy".

— También vengo de una cultura oral. No subestimes el poder del aburrimiento de extrarradio de un adolescente. En los parques, en las plazas, en los patios del cole, en los bares, hablas, hablas mucho. Hablar y contar historias es la base absoluta de todo lo que hago y lo que escribo. Más que mis lecturas, que mis influencias literarias, mi primer aprendizaje fue estar con gente retórica. Gente que contaba mierdas suyas todo el rato. Más aún: que no sólo contaba sus mierdas, sino que todo lo contaba con humor. Por defecto, transformaban la pena en anécdotas, por atravesarla. Era un universal: no había nadie que contara la pena como pena, la pena como victimismo, el miedo como miedo al miedo. Todo se pasaba por el filtro de la anécdota y de lo cómico; editabas la historia para que fuera explicable y entretenida, para que fuera divertida dentro de la tragedia. Esto crea una apariencia de curación. Mi lenguaje viene de ahí.

Si hablamos de vinos, ¿en qué piensas?

— En los vinos increíblemente fuertes de la Terra Alta. Me recuerdan cuando era pequeño y mi abuela y mi abuelo llevaban garrafas de vino de Gandesa. Llenaban la bota. De pequeño no, pero de mayor tomé.

¿Tienes alguna preferencia?

— No tengo ni idea de vinos, pero supongo que llevando muchos años en esta tierra sé distinguir entre increíblemente abyectos y picados y algo que esté bien. He vivido entre humanos y he tenido que mostrar que era como ellos. Pero es cierto que de forma sentimental y emocional, sin pensarlo, pienso en el vino fuerte de los abuelos y en los moscateles y las mistelas.

¿Con los amigos solo tomar?

— Tengo amigos que, yo qué sé, quizás porque les sobra el tiempo, se han dedicado a joderse en el mundo de los vinos naturales. También lo respeto, y me parece guay que traigan vinos naturales a mi casa. Y debo admitir, con gran pesar, que algunos me han dado bastante menos resaca. Así que quizá el mito sea un poco verdad. Lo que no justifica los precios descabellados.

O sea que el vino lo asocias con la resaca.

— Sí, pero porque vengo de una cultura de no modernización. Nadie bebe por el gusto de las cosas. Se bebe por el puntillo que culmina en una taja cachonda, no patética.

¿Bebrías vino si no sirviera para emborracharse?

— El otro día se lo pregunté a un amigo mío, de una clase completamente diferente, y me dijo que a él le gustaba tanto el gusto del vino que ojalá no emborrachara, porque bebería más. Creo que es una de las pocas veces en mi vida que he estado varios minutos sin contestar. Ni siquiera entendía el marco de referencia de la frase. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Por qué? Como dice el Sheldon Cooper de The Big Bang Theory: "¡Estas se rottan grapas!". No es más que uva podrida.

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