Cine

Francis Ford Coppola reivindica la libertad del creador con la desmesurada 'Megalopolis'

La película más esperada del Festival de Cannes divide al público en su estreno mundial

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Francis Ford Coppola en la alfombra roja del Festival de Cannes

Enviado especial a Cannes"El objeto de la vida no es situarte junto a la mayoría, sino evitar encontrarte entre los insensatos". La frase es de Marco Aurelio, el emperador filósofo que gobernó Roma de 161 a 180 dC, pero es esgrimida para defender al protagonista de Megalopolis, que se ha presentado este jueves en el Festival de Cannes. Y, sin embargo, se trata de una película tocada por la insensatez de Francis Ford Coppola, que, después de 40 años intentando producir la película con un estudio, se ha acabado vendiendo la mitad de su provechoso imperio vinícola para financiar él mismo esta desmedida superproducción en forma de alegoría política y ambientada en un futuro próximo que el público de Cannes ha recibido con silbidos, aplausos y muchos incrédulos silencios.

La primera sensación no es buena: desde los primeros minutos, Megalopolis desconcierta por la pomposidad operística de unos diálogos cargados de aforismos shakespearianos, por los fondos digitales descuidados y feos y por secuencias estridentes sin miedo al ridículo. A medida que avanza el filme queda claro el absoluto desinterés de Coppola por ceñirse en forma o fondo a las convenciones narrativas y solo queda una opción: hundirte con este Titanic y enamorarte de su libertad absoluta, casi demente. No es fácil, pero ayuda a ver cómo las inquietudes personales de Coppola sobre arte y creación se proyectan intensamente sobre la historia de un aclamado arquitecto (Adam Driver) entregado al proyecto de construir una ciudad utópica. El Coppola de Megalopolis no es el maestro clasicista de la trilogía de El Padrino ni el genio descontrolado de Apocalypse now (1979). Pero las ideas y el discurso filosófico de la película son las del cineasta visionario que fundó American Zoetrope, un estudio al margen de Hollywood para que los directores trabajaran sin intromisiones creativas. El estudio cerró en los años 80 cuando Coppola se arruinó, pero su espíritu pervive en Megalopolis.

Chloe Fineman, Nathalie Emmanuel, Francis Ford Coppola, Adam Driver y Aubrey Plaza en el Festival de Cannes.

El personaje interpretado por Driver, Cesar Catalina, encarna la presuntuosa convicción del idealismo utópico, la creencia en el futuro del ser humano y en la ciencia y la cultura como motores de progreso; en el otro extremo, el alcalde Cicero (Giancarlo Esposito) es un político pragmático y conservador que aboga por mantener las estructuras sociales y el estatus de los privilegiados. No solo les enfrentan sus proyectos políticos, sino el amor que la hija del alcalde (Nathalie Emmanuel) siente por el arquitecto. Huelga decir con quién se identifica Coppola, pero eso no impide que haga un retrato nada complaciente de Catalina: narcisista, arrogante y solo redimido por el amor y el recuerdo de una esposa muerta. A su alrededor, intrigas y traiciones que involucran a una reportera ambiciosa (una magnífica Aubrey Plaza), el banquero que apoya a Catalina (Jon Voight) y su sobrino sediento de poder (Shia LaBeouf). Dustin Hoffman, Jason Schwartzman, Laurence Fishburne y Talia Shire (Connie Corleone de El Padrino, hermana de Coppola) completan el reparto de la película.

Melasudismo digital

Formalmente, el nuevo trabajo Coppola recupera la pulsión experimental de One from the heart (1981) y la acumulación de ideas de sus mejores filmes, pero filtrada por un tanto melasudismo radical, particularmente en el tratamiento de los efectos visuales. Y no es que sea una gran sorpresa, sabiendo que las tensiones entre Coppola y los técnicos de VFX desembocaron en mitad del rodaje en la renuncia o el despido de buena parte del equipo. Pero también hay hallazgos inesperados, como el momento de la proyección de prensa en la que, mientras el protagonista ofrecía una rueda de prensa, alguien sin identificar ha plantado un micro entre la pantalla y los sillones y ha hecho las preguntas como si fuera un personaje más de la película. Es de suponer que la performance forma parte de la película y que se repetirá en otras proyecciones en Cannes, pero ¿y cuándo se estrene comercialmente? Ya se verá.

Serán inevitables las comparaciones entre Megalopolis y otro proyecto largamente perseguido por su director y, sin embargo, fallido como el Quijote de Terry Gilliam. Pero vale la pena hacer una distinción: si el filme de Gilliam se tambaleaba por la incapacidad del director para concretar las imágenes que tenía en la cabeza, con Megalopolis uno tiene la sensación de que Coppola ha dirigido, más o menos, la película que quería. Y aunque descabellada e irregular, también es el blockbuster de autor más personal de la historia del cine, y una epopeya épica comparable –incluso en el uso puntual de las tres pantallas– en el Napoleón (1927) de Abel Gance, por cierto proyectado en versión restaurada en la primera jornada del festival. ¿Sería injusto premiar una película tan excesiva y descompensada como Megalopolis con una Palma de Oro? Seguramente, pero también una celebración del cine como acto de libertad y territorio todavía inexplorado.

La competición levanta el vuelo

En una jornada de contrastes, el otro título de la competición oficial ha brillado precisamente por lo que nunca encontramos en Megalopolis: personajes con alma y una concepción naturalista del cine. Bird, el nuevo trabajo de Andrea Arnold, acompaña a una adolescente que vive en una casa destartalada con su hermano mayor y un padre alocado y con la cabeza llena de pájaros (Barry Keoghan, excelente) que confía en el moco alucinógeno de un sapo para ganar dinero. Bailey (Nykiya Adams) es una heroína típica del género coming of age: en el tráfico hacia la pubertad, fruto de un hogar roto y cabreado con el mundo y los padres, no muy diferente al de la protagonista de otro filme de Arnold, Fish tank (2006).

Pero Bird va más allá de los lugares comunes de estas historias –cada vez más frecuentes, como veíamos en este mismo festival en Diamante sucio– a través del personaje del Bird (el actor alemán del momento, Franz Rogowski), el extraño hombre al que Bailey ayuda a rastrear sus orígenes familiares y que parece habitar en las azoteas de las casas, siempre vigilante, como un pájaro que se prepara para levantar el vuelo.

Además, Arnold tiene dos armas para elevar la película muy por encima de la media: unos elementos fantásticos que integra magistralmente en el realismo del relato –un poco a la manera del cómic Calvin & Hobbes– y un extraordinario uso de la música –Fontaines DC, Coldplay, Blur y un largo etcétera– para explicar la naturaleza y evolución de los personajes. Bird es la película más redonda y completa de Arnold, una directora, por cierto, con gran influencia sobre la nueva generación de directoras catalanas, especialmente en el caso de Belén Funes.

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