Eduardo Mendoza: "La incomprensión y el paternalismo sembraron la semilla del conflicto catalán"

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Eduardo Mendoza, este viernes en Barcelona

BarcelonaA pesar de que reconoce que siempre ha intentado "huir" de Barcelona y ha pasado largas temporadas en el extranjero, Eduardo Mendoza no ha podido evitar volver, no solo en persona, sino también a través de los libros. Transbordo en Moscú (Seix Barral, 2021), la novela que cierra la trilogía Las tres leyes del movimiento, que el autor empezó con El rey recibe (2018) y continuó con El negociado del yin y el yang (2019), mezcla la construcción de una familia por parte de Rufo Batalla -el personaje principal de los tres libros- con una historia de espías llena de malentendidos y salpicada de humor. Ambientada en los años 80 y 90 del siglo XX, la historia explica las transformaciones de la capital catalana para convertirse en ciudad olímpica, el inicio de las reivindicaciones independentistas que desembocarían, años después, en la declaración unilateral del 27 de octubre de 2017, los pros y contras de la transición española, la caída del régimen soviético, la llegada de los ordenadores y la irrupción del sida. Mendoza combina, con una destreza admirable, intimidad e historia, despropósitos y reflexiones, homenajes y críticas. El novelista continúa en plena forma a los 78 años.

"Este premio cierra el ciclo, es un final de trayecto feliz", dijo el día que se hizo el anuncio de que recibiría el Cervantes, a finales de 2016. Estas palabras inquietaron a sus lectores, que se creyeron que dejaba de escribir. El Cervantes, sin embargo, espoleó el inicio de un nuevo ciclo de novelas, uno de los más ambiciosos en su trayectoria, protagonizado por Rufo Batalla.

— Antes del Cervantes había pensado que era el momento de dejar las novelas. Estaba cansado de la ficción convencional. Incluso se me pasó por la cabeza escribir unas memorias. Quería dejar constancia de lo que había visto... Cuando se tiene un cierto conocimiento de la técnica narrativa, vale la pena intentar explicar un poco el mundo que se ha visto... Lo que ha pasado no: de esto se encarga la historia.

Entonces nació Rufo Batalla, periodista, amante de la música clásica... y experto en encontrarse en situaciones extrañas y un poco rocambulescas.

— Quería dejar de escribir novelas, pero la ficción ganó la batalla.

De Rufo se dijo que era una especie de alter ego.

— Al principio, cuando me decían esto, insistía que había escrito una novela. Ahora que cierro la trilogía con Transbordo en Moscú me parece que está más cerca de unas memorias de lo que creía. ¿Por qué lo digo? Aparecen muchos momentos vividos, no a través de la anécdota y la situación concreta, pero sí a través de momentos que creo que son importantes a nivel histórico. Podría hacer un listado de temas que he tocado en la trilogía que me parecen grandes temas de la segunda mitad del siglo XX: movimientos sociales como el feminismo, la caída del muro de Berlín, la irrupción de la informática... incluso en esta última novela hay una parte que dedico a la clonación y a los adelantos en el campo de la biología.

En un fragmento leemos que "el siglo XIX había sido el siglo de las ideologías", y que el XX fue "el de las empresas colectivas, tan colosales como desastrosas". Explica que fue una etapa de guerras y de exterminio, de dictaduras y de amenazas nucleares. ¿En el siglo XX se desmontó todo lo que se había construido intelectualmente en el siglo anterior?

— Las generalizaciones siempre son un disparate, pero fue bastante así. Decidí acabar la novela al final del siglo XX. Primero me parecía que era una fecha completamente arbitraria, pero más adelante me pareció que no, que cuando pasamos de un siglo a otro cambia todo: la forma de vestir, los peinados, la música... Las ideologías se inventaron en el siglo XIX -socialismo, comunismo, anarquía, capitalismo- pero se llevaron a la práctica en el siglo XX y el resultado fue tremendo. El siglo XXI ha empezado con una especie de vacío ideológico que ya veremos cómo se llenará.

Ya llevamos veinte años de siglo XXI.

— Por ahora, el siglo XXI está caracterizado por un gran acontecimiento, el teléfono móvil. El siglo XXI no empezó con la caída de las Torres Gemelas, sino en el momento en el que todos tuvimos un teléfono móvil en el bolsillo.

Transbordo en Moscú se centra en las décadas de los 80 y de los 90. Empieza con una boda, la de Rufo con Carol. Los dos construyen una familia casi por accidente. El libro explica, a nivel íntimo, la historia de los retos y las dificultades de convivir con otra persona.

— Nunca nadie me ha preguntado por este aspecto que me parece tan importante. En esta trilogía repito el esquema que había seguido en La ciudad de los prodigios, explicar la vida de una persona y de una sociedad que van en paralelo. El 90% de las familias se crean por accidente. A Rufo le pasa esto. A partir de este momento las cosas funcionan de otro modo. No se tiene que aceptar solo el mundo en el que vivimos, sino la evolución personal, lo que pierdes y lo que ganas con una vida de responsabilidad y de familia, con hijos.

Los buenos momentos conviven con los de crisis.

— Sí. Hablo de las dificultades y también de la posibilidad del perdón. Quería un final en un sentido muy mozartiano del perdón y la aceptación: somos así, y ya está bien que la parte no convencional de nosotros pase a formar parte también de un matrimonio. Una pareja no funciona de verdad hasta que todos los elementos, los buenos y los malos, han entrado en escena.

Los personajes viven en la Barcelona de la época, pero siempre que pueden viajan, es como si necesitaran escaparse.

— Sempre he intentado huir de Barcelona, y siempre he ido pasando cuentas. Nací y crecí aquí, pero siempre había tenido ganas de irme. Me parecía una ciudad muy poco interesante. Después resultó que sí que lo era, interesante, por circunstancias externas, porque era la ciudad donde se produjo el gran cambio de la modernidad. A mí se me hacía provinciana y pequeña. Primero estudié en Londres, después viví un tiempo en Holanda, trabajando, y entonces pasé muchos años en Nueva York. En Barcelona siempre estoy un poco de paso, pero voy volviendo. Me siento como aquel hijo rebelde que, paradójicamente, acaba escribiendo la historia de la familia. Con los años me he dado cuenta también de la importancia de las raíces barcelonesas. Te puedes encontrar en medio del Nepal y recordar el oucomballa.

Aborda el gran cambio que supusieron la celebración de los Juegos Olímpicos. La idea era transformar Barcelona en una ciudad "diferente, moderna y atractiva". Con qué Barcelona se queda, ¿con la de antes o la de después de las Olimpiadas?

— La transformación fue espléndida. La Barcelona de antes estaba muy bien: es inevitable que la ciudad de cuando era pequeño, el descubrimiento de la Barcelona canalla y portuaria de los años 50 y 60 sea todavía la que llevo dentro. Pero esta discusión del cambio de Barcelona la tuvimos muchas veces con Manolo Vázquez Montalbán. Él no la abandonó nunca, la Barcelona de antes de los Juegos Olímpicos. Incluso cuando se hubieron celebrado, la ciudad que aparecía en sus novelas era la de antes, que ya no existía. Antes de ver la transformación de Barcelona fui testigo de la de Nueva York, que pasó de ser una ciudad oscura, sucia y peligrosa a convertirse en el centro del mundo. En Barcelona pasó un poco lo mismo: la idea de los juegos olímpicos fue un accidente organizado por Maragall y Samaranch, pero acabaron siendo muy importantes, porque en muchas ciudades, las olimpiadas solo han dejado estadios vacíos que no sirven para nada. Se intuyó que había un cambio pendiente, que era el de la ciudad como objeto de interés para los visitantes, que iba unido a la expansión de las líneas low cost y a los intereses culturales turísticos, que se reducían hasta entonces a visitar ciudades como París, Roma, Florencia y Venecia.

Barcelona acertó.

— Se creó una ciudad que tiene de todo, un poco playera, con gastronomía, botellón y tiendas bonitas. Es un poco antigua y un poco moderna. Hay arquitectura gótica y modernista. No le falta nada. Fue una sorpresa darnos cuenta de todo esto, en primer lugar por los mismos barceloneses como yo. Estaba cansado de tener que ubicar la ciudad cada vez que me pedían de dónde era. Llegó un momento en que esto cambió: todo el mundo sabía ponerla en el mapa.

La transformación de la ciudad también ha tenido aspectos negativos, como por ejemplo la masificación o la especulación inmobiliaria.

— Barcelona se ha convertido en una ciudad de servicios, un poco parque temático e imitación de ella misma. Es una ciudad muy vendida en la coyuntura. Con la pandemia se ha vaciado y no sabemos qué hacer con los miles de camisetas que teníamos para vender. Pero ya se arreglará.

El escritor Eduardo Mendoza

De la España de los años 80 leemos que "viajaba en otro tren, a otra velocidad y por otra vía".

— España hizo una transición modélica: nadie, ni dentro, ni fuera -ni siquiera en el espacio extraterrestre- habría podido imaginar que España hiciera una transición tan bien organizada en todos los aspectos. Técnicos, a nivel de reformas económicas y de libertades. Fue sorprendente. Pensamos que éramos los mejores del mundo hasta que la cosa empezó a tambalear ocho o diez años después, y ahora ya no recordamos lo que fue. Hay una nueva generación que ya no lo ha vivido y se aproxima desde la historia. Para los que estábamos ahí fue milagroso.

Fue en la década de los 80 que se volvió a hablar de una hipotética independencia de Catalunya: en la novela Rufo dice "utópica". También aparece la visión intransigente de aquellos a quien "molestaba" que el catalán se volviera a hablar en las calles, se enseñara en las escuelas y apareciera en los medios de comunicación.

— Quería dejar constancia de un fenómeno que no ha tenido el protagonismo de después pero que ya estaba presente, y también de los elementos que harían que aquello se convirtiera en lo que se ha convertido. Dentro de Catalunya había personas con unas ideas y con otras, se comentaban y se discutían, pero formaba parte del debate normal. Por otro lado, había una incomprensión general de temas como la lengua. Alguna gente que me preguntaba: "¿Por qué habláis catalán, hombre? Es una tontería". No tenía ni argumentos para responder esto. Me decían: "Pero si a mí me parece bien, que hablen catalán...". "Y yo decía: "A ti no te tiene que parecer ni bien ni mal. Nadie ha pedido tu opinión". La incomprensión y el paternalismo sembraron la semilla del conflicto catalán, que es de muy difícil solución.

El debate se polarizó hasta un punto que hizo que, tal y como dice Rufo Batalla -y quizás, en realidad, usted mismo- "los términos medios no llevaban a ninguna parte". ¿El diálogo y el entendimiento dejaron de ser posibles, durante el Procés?

— El conflicto existe y se tiene que resolver. No sé qué solución tiene que tener, pero tiene que estar. Yo he vivido esta evolución, y como he estado mucho en Inglaterra los últimos años me ha pasado un poco lo mismo con el Brexit. Lo que a mí me preocupaba no eran tanto los resultados, sino sobre todo el nivel del debate, allá y aquí. Había que hablar, pero en otros términos.

Los cambios en Barcelona llegaron en paralelo al hundimiento del bloque comunista, aspecto que convierte la novela, a ratos, en una historia de espías, con la sombra del príncipe Tukuulo, que conspira para recuperar el trono del reino ficticio de Livonia.

— El príncipe Tukuulo -me pasé un poco poniéndole este nombre- representa el mundo ficticio que me ha acompañado toda la vida, y que hace que Rufo Batalla haga viajes y viva situaciones extravagantes. A la vez, explico el camino de perdición del comunismo y la Unión Soviética. El comunismo, en mi etapa formativa, tenía una gran importancia. Si no eras del PSUC, eras simpatizante del partido y veías el futuro. Cuba era una utopía, un sueño... Poco a poco, todo esto se fue hundiendo. La gran sorpresa final fue que cuando cayó la Rusia soviética nadie salió a defenderla. Aquí pasó lo mismo con Franco. Cuando murió, nadie salió a la calle a defender el régimen. En la Unión Soviética salió un tanque a dar vueltas, como pasaría aquí con Tejero, pero no pasó nada. El régimen comunista estaba podrido por dentro y cayó.

Lo define como "un sistema obsoleto" y vacío "de contenido", en la novela. A la vez, también lo describe "como un sistema más humano".

— Es mi experiencia. Viajé a muchos países de Europa del Este, y más tarde fui a Moscú. Vi que aquello era un desastre, que no tenía viabilidad, pero a la vez habían creado unas ciudades y un sistema que contrastaba con los gulags, las represiones, las tiranías y el culto a la personalidad, que eran la parte más visible del comunismo. Moscú tiene un centro monumental colosal, lleno de edificios enormes y estalinistas, pero cuando se coge aquel metro tan curioso se llega a barrios de la periferia con su parque, su hospital y sus escuelas. Las casas de allá eran mucho mejores que las de cualquier barrio periférico de una ciudad occidental. Tuve esta sensación en Moscú y también en otros países, como Polonia. Fui allá en la época de Solidarnosc, cuando el país se estaba hundiendo pero, en cambio, no se veía a nadie mal vestido, nadie dormía en la calle... la organización era perfecta. El comunismo no cayó por razones económicas, sino porque no tenía respeto por las libertades individuales. La gente, al final, lo que quería era comprarse unos vaqueros y escuchar rock' roll. Si hubiera sido más tolerante y comprensivo, el sistema comunista no habría sido tan malo como parece.

Una de las preguntas que lo llevó a escribir estos libros fue qué había hecho el franquismo con su generación. ¿Ha encontrado una respuesta, ahora que ha cerrado la trilogía?

— Una respuesta no la tengo, pero sí que he hecho una reflexión. Somos una generación con doble vacuna. Estamos vacunados contra una retórica grandilocuente y no creemos nada de lo que nos cuentan. A la vez hemos sido educados por una enseñanza religiosa, intolerante con la idea del pecado y de la culpa que nos convirtió en unos gamberros, delincuentes potenciales y profanadores, muy sensibles, en cambio, con la tolerancia y la diferencia. Fuimos una generación que permitió cambios importantes en la sociedad, precisamente porque había vivido sometida a la presión del pensamiento único.

¿Este gamberrismo y voluntad profanadora hicieron crecer su sentido del humor?

— Es posible. Nos educamos, paralelamente al catolicismo muy estricto, con los cómics. El TBO y Pulgarcito nos enseñaron muchas cosas. Todo esto fue muy importante y muy formativo en nuestra vida, no tanto porque fuera un reflejo de la realidad, sino porque nos educó en un mundo de cómic, que después no sé si ha continuado. Los cómics siempre han estado presentes, pero no de una manera tan exclusiva.

El personaje se muestra perplejo cuando, en los 90, se da cuenta que el gusto ha cambiado y está de moda uno engendro diabólico y vengador llamado Spawn.

— A mis hijos los gustaba mucho Spawn, cuando iba de viaje me enviaban a unos lugares extrañísimos a buscar los nuevos cómics. Los vendedores me miraban de forma muy rara. Me pedían Spawn y un demonio con los cuernos cortados.

¿No sería Hellboy?

— ¡Sí! Lo conozco muy bien porque lo he tenido como invitado en casa toda la vida. Los hijos se fueron de casa pero la colección de cómics de Spawn y Hellboy todavía la tenemos, igual que conservamos la de El príncipe valiente y El hombre enmascarado, que era la mía. Es un mundo incomprensible para mí. Yo vengo de Los tres mosqueteros, no entiendo a alguien que viene del infierno y practica artes marciales.

Rufo se muestra desconcertado con el mundo de finales del siglo XX.

— Es un mundo que ya no entiende. Ni él ni yo. Los vampiros han dejado de ser el señor de la capa que vive en un ataúd. ¡Los vampiros ahora tienen novia! Esto me preocupa. Todo esto es muy importante: el mundo de la ficción es más importante que el de la bolsa y de las finanzas. Al menos para mí.

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