Siempre nos quedará el escándalo: Wagner y la maldición del "giro argumental"
Katharina Wagner reabre el debate sobre los cambios que alteran el sentido de óperas, libros y películas


Barcelona"El artista tiene el derecho, incluso el deber, de escandalizar si lo considera necesario", decía el escritor británico Anthony Burgess. Y escandalizó bastante cuando en 1971 el cineasta Stanley Kubrick convirtió en película la novela La naranja mecánica (1962). Volveremos más adelante a Burgess, el libre albedrío y la violencia aparentemente arbitraria. Hoy el escándalo cotiza a la baja porque el poder de verdad hace tiempo que aprendió a desactivar, asimilar y monetizar las pretensiones subversivas del artista. De hecho, cuando alguna institución se escandaliza hasta el extremo de blandir la espada de la censura, como hizo el Macba con una obra de Ines Doujak en la exposición La bestia y el soberano (2015), o la feria de arte Arco con Presos políticos en la España contemporánea de Santiago Sierra, en realidad muestra debilidad e inseguridad.
Sin embargo, siempre nos quedará el escándalo, o una ligera posibilidad de escandalizar, debió de pensar Katharina Wagner cuando decidió darle la vuelta al argumento moral de la ópera Lohengrin de su bisabuelo Richard. Algunos espectadores silbaron su propuesta el 17 de marzo en el estreno de esta nueva producción en el Liceu. Ahora bien, más que escandalizados, probablemente los espectadores simplemente estaban manifestando el desacuerdo con una idea mal resuelta, porque la solución escénica decía una cosa (que ahora el héroe Lohengrin es el malo de la función), y lo que cantaban los cantantes otra bien distinta (que la mala es Ortrud). Todo ello genera más pereza que subversión, y seguramente así lo entendieron los espectadores de la segunda y tercera funciones, los días 19 y 21, en las que no hubo silbido. No era necesario. Valía más la pena recordar lo bueno, que hay mucho en esta ópera y esta producción, y olvidar una ocurrencia que más que provocadora es inconsistente.
En la ópera de Richard Wagner, Lohengrin es el héroe inmaculado que salva a Elsa de una acusación falsa. Pero esconde un secreto: es el hijo de Parsifal, con todo lo que implica pertenecer al linaje ligado al Santo Grial. Katharina Wagner inventa otro secreto en el preludio de la ópera: Lohengrin es un desalmado que ha asesinado al hermano de Elsa. Salvo este preludio (más ridículo que inquietante) y del final (un despropósito escénico con un cadáver arrastrado y un suicidio por remordimiento), la propuesta escénica de la bisnieta del compositor alemán es bastante interesante. Como Lohengrin advierte que se irá si le preguntan de dónde viene, quién es y cuál es su linaje, Katharina Wagner alimenta una sospecha. "¿Te fiarías de alguien que no quiere decir quién es?", propone la directora escénica haciendo suyo el recelo de Ortrud cuando dice que si Lohengrin esconde un secreto quizás "no es tan inocente".
Para construir un héroe con un lado oscuro, Katharina Wagner hace que Lohengrin agarre con demasiada fuerza el brazo de Elsa cuando están a punto de casarse, y en la escena posterior a la boda, cuando ella le formula la pregunta prohibida, sitúa a Lohengrin en una posición amenazante que sugiere que el héroe podría ser un maltratador. Estos detalles habrían funcionado igualmente en la trama convencional, la habrían enriquecido, de hecho, sin que lo que ve el espectador contradiga lo que escucha.
Es comprensible que Katharina Wagner quiera enfrentarse al Lohengrin del bisabuelo desde la conciencia feminista. Tal y como recuerda Alex Ross en el libro Wagnerismo, la musicóloga alemana Eva Rieger considera que Richard Wagner "estigmatizó a Ortrud como mujer política en quien el instinto del amor es sustituido por el fanatismo asesino". Además, hizo triunfar el rigor de la fe cristiana representada por Lohengrin castigando sádicamente las dudas de la pobre Elsa. Sin embargo, la bisnieta aplica la enmienda de manera torpe y otorgando a Ortrud, la representante de los dioses paganos, un valor inverosímil: quiere convertirla en el eje moral que persigue la verdad (desenmascarar a Lohengrin), pero apenas es una Lady Macbeth pagana sedienta de poder; y las sopranos que la interpretan en el Liceu no pueden o no saben huir de ese contexto ni de las palabras que deben cantar. No hay nada intocable, pero si decides cambiar el eje moral de la obra sin modificar ni la partitura ni el libreto, seguramente estarás abocado a la chapuza y el ridículo.
El caso de Lady Macbeth
Toda adaptación es una pequeña traición y una liberación. Algunos se rasgan las vestiduras por la omisión de un personaje o una trama cuando un libro pasa al cine, o por los matices que se pierden (o se ganan) en el trasvase de la literatura a la escena. También muchas óperas reciben tratamientos escénicos más o menos radicales o estrambóticos, pero en la mayoría de casos, más allá de la aparatosidad escénica, los cambios no afectan al núcleo ni cambian la historia como sí lo hace Katharina Wagner en Lohengrin. O cómo hizo Núria Espert en el Liceu en 1999 cuando decidió que Turandot no terminaba con el triunfo agridulce del amor, sino con el suicidio de la protagonista.
En uno de los casos más extremos de vuelco moral están implicadas una novela corta, una ópera y una película. Nikolai Leskov escribió Lady Macbeth de Mtsensk (1865), un relato sobre una mujer, Katerina Ismailova, desatendida por el marido y maltratada por un suegro autoritario. Espera que la salve el amor de Sergei, un sinvergüenza poco de fiar, y para poder huir con él mata al marido, al suegro y a un sobrino... Detenida, juzgada y desterrada, se precipita por el acantilado del desengaño y la tragedia fatalista. La literatura rusa y la fascinación por las desgracias catastróficas.
Cuando el compositor Dmitri Shostakovich y el libretista Alexander Preis convirtieron la historia en ópera, suprimieron el asesinato del sobrino para reforzar la idea de que la desesperación homicida de Katerina está causada por la opresión de los hombres "en las condiciones de pesadilla de la Rusia". Shostakovich sentía empatía por el personaje, y así lo reflejó también la propuesta escénica de Àlex Ollé que inauguró la temporada 2024-2025 del Liceu. "Es importante empatizar con Katerina para entender lo que acaba haciendo, porque la violencia que ejerce es el resultado de la impotencia que siente ante un entorno hostil", decía Ollé.
El cineasta polaco Andrzej Wajda recuperó el infanticidio en la película La Lady Macbeth siberiana (1962), pero manteniendo el paisaje moral de la tragedia. En cambio, cuando en 2016 el británico William Oldroyd adaptó el relato de Leskov al cine, se marcó todo un Katharina Wagner. En la película Lady Macbeth, ambientada en la Inglaterra rural del siglo XIX y protagonizada por una inquietante Florence Pugh, Oldroyd se concentra en la primera parte de la historia: la humillación patriarcal, la insatisfacción de Katherine, el deseo sexual sublimado con el criado y los tres asesinatos, el del sobrino con la complicidad del criado. Obvia el resto del relato y decide terminar la película señalando la monstruosidad clasista de Katherine, que se queda tan ancha acusando al criado y la criada de los crímenes. De la posible lectura feminista de una venganza fruto de la desesperación pasa a mostrar a una psicópata que aprovecha el privilegio de clase para condenar a la criada y esquivar a la justicia.
Volvemos a Anthony Burgess. Cuando envió el manuscrito de La naranja mecánica al editor británico y al estadounidense, les dio dos posibilidades: publicar la novela con 20 o 21 capítulos. La primera opción presentaba una conclusión pesimista, según la cual la violencia es inevitable e imposible de redimir. La del capítulo 21, en cambio, era más optimista, porque sugería que de la conducta violenta se puede salir, que la violencia juvenil es una etapa que "está por encima de la política", sí, pero que se supera cuando se toma conciencia de ser adulto. Por eso el capítulo era el número 21, la mayoría de edad en Reino Unido de 1962. El editor británico eligió su versión optimista, más "kennediana", según decía el propio Burgess, y el estadounidense la de 20 capítulos, más "nixoniana".
En un caso bien insólito, el propio autor proponía la posibilidad de desplazar el eje moral, y la decisión le persiguió toda la vida, sobre todo cuando Stanley Kubrick convirtió La naranja mecánica en película sin tener en cuenta el capítulo 21 y remarcando hasta la farsa la violencia arbitraria. De todo ello habla el documental Anthony Burgess, más allá de 'La naranja mecánica' (Benoit Felici y Elisa Mantin, 2023), que está disponible en Filmin. Burgess lamentaba que "el malentendido", como el escándalo, le perseguiría hasta la muerte. Sin embargo, admitía que era una novela sobre el libre albedrío. Por eso, ante la elección del editor estadounidense, reflexionaba con resignación: "Quién soy yo para decir que se equivoca. Al fin y al cabo, se trata de hacer una elección".