El Afganistán que los talibanes no quieren que veas

La ley del silencio en Kandahar

El ARA viaja a la capital de los talibanes por la carretera que fue el principal blanco de sus ataques

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Un talibán en un punto de control a la carretera a la entrada de la ciudad de Kandahar.

KandaharEste artículo forma parte de la serie 'Viaje al Afganistán que los talibanes no quieren que veas' que publica el ARA este abril y que firma nuestra enviada especial Mònica Bernabé.

Le llaman autopista Kabul-Kandahar porque es la principal arteria que une la capital afgana con el sur del país, pero en realidad es una carretera de solo dos carriles y doble sentido. Durante los años que las tropas internacionales estuvieron en Afganistán, también la llamaban la carretera de la muerte porque circular por allí suponía jugarse la vida. Los talibanes la atacaban a diario. De hecho la calzada parece un queso gruyère. Está llena de agujeros.

Los talibanes colocaban artefactos explosivos en las canalizaciones de agua. Es decir, en tubos enormes que cruzan la carretera de lado a lado por debajo de la calzada para permitir el paso del agua de la lluvia. Hay canalizaciones cada cien metros y sorprendentemente cada cien metros el asfalto está levantado. Es impresionante la capacidad destructiva que tenían los talibanes y que pudieran colocar tantos y tantos artefactos explosivos. En el trayecto también encuentras cuatro puentes hundidos porque los fundamentalistas los volaron, y cables eléctricos caídos. En otros tramos hay torres de alta tensión pero no tienen cables, porque fue imposible instalarlos a causa de los ataques yihadistas.

Autopista Kabul-Kandahar

Ahora, en cambio, desde que los talibanes están en el poder, circular por esa carretera no supone ningún peligro, más allá de la posibilidad de estrellarse por el mal estado del asfalto. Los coches van a toda velocidad y el movimiento de camiones es incesante. Aquí no hay señales de tráfico, ni límite de velocidad, ni policías que pongan multas. Sí que hay, en cambio, controles de los talibanes. Una decena en todo el trayecto. Paran los vehículos uno a uno y comprueban quién viaja dentro.

Para recorrer los casi 500 kilómetros que separan Kabul de Kandahar, se necesitan unas nueve horas en coche. En algunos tramos los vehículos se ven obligados a salir de la calzada porque la ocupa un gran cráter, producto de una mina. En otros, niños harapientos o ancianos carcomidos por el sol están a pie de la carretera con una pala en la mano para tirar tierra en los socavones y así amortiguar ligeramente el paso de los vehículos. A cambio, esperan que los conductores les compensen con una propina.

Estado  de la autopista que une Kabul con la ciudad de Kandahar, en el sur de Afganistán.

Curiosamente la carretera mejora en el último tramo, cuando faltan pocos kilómetros para llegar a la considerada capital de los talibanes. Se han hecho obras de mejora recientemente.

Kandahar es el feudo fundamentalista por excelencia en Afganistán. A pesar de eso se ven pocas banderas talibanes por la calle y la vigilancia es relativamente discreta. Hay talibanes con pasamontañas y fusiles de asalto apostados en las rotondas y las intersecciones de las principales calles, pero no suelen incordiar a los viandantes.

De hecho, a simple vista parece que la ciudad ha cambiado poco respecto a la época en que estaban las tropas extranjeras: hay bullicio de gente y las mujeres que caminan por la calle son pocas y todas van cubiertas con el burka. La mayoría de los coches de la ciudad tienen el volante a la derecha y no disponen de matrícula, señal que han sido importados de forma ilegal desde Pakistán. En las motocicletas viajan tres personas como si fueran un sándwich sobre el sillín. En la principal plaza de Kandahar, la de Shahidan, han colocado un letrero luminoso que dice: “Haibatullah Akhunzada recuerda: «Debes rezar puntual cinco veces al día»”. Una advertencia de que, aunque no lo parezca, las cosas sí han cambiado y mucho. Haibatullah Akhunzada es el líder de los talibanes.

Mejor seguridad

Un empresario que antes vendía materiales de construcción a las fuerzas internacionales para levantar bases militares y ahora se ha reinventado y se dedica a comercializar paneles solares –muy útiles en una ciudad con solo cuatro o cinco horas de electricidad al día- asegura que la corrupción en la aduana ha disminuido y la seguridad ha mejorado desde que los talibanes tienen el poder. Lógico, porque eran ellos los que protagonizaban los ataques.

Un mercado en la ciudad de Kandahar, en el sur del Afganistán.

“Lo bueno es que ahora podemos viajar por carretera a donde queramos. Lo malo es que hay que ir con mucho cuidado con lo que dices. Hablar mal del gobierno o decir que algo va mal en Afganistán, te puede generar problemas”, asegura. Y los talibanes no se están con tonterías. En Kandahar cortaron las manos a nueve supuestos ladrones hace unos dos meses. Lo hicieron de forma pública, en el estadio de la ciudad ante una gran multitud. Las redes sociales se hicieron eco y dos testimonios que vieron la concentración de gente lo corroboran. “Había un montón de gente en el exterior del estadio. Algunos incluso se subían a los árboles para ver qué pasaba dentro. Pregunté qué ocurría y me contestaron que estaban castigando a unos ladrones”, explica uno de ellos, Tofan, que asegura que se le pusieron los pelos de punta y se fue a casa corriendo.

El resultado es que impera la ley del silencio. Nadie quiere hablar en Kandahar. Todo el mundo contesta lo mismo: si se quiere saber lo que pasa en la ciudad, hay que preguntar a los talibanes. Pero los talibanes no dan información ni permiten trabajar en el país a la mayoría de periodistas internacionales. Es un círculo vicioso. Incluso Médicos sin Fronteras niega al ARA visitar su hospital de malnutrición infantil en Kandahar, alegando “problemas de seguridad” aunque la seguridad es lo que más ha mejorado en la ciudad.

“Hombres y mujeres ya no pueden trabajar juntos en el hospital”, explica un enfermero del Hospital Mirwais, uno de los poquísimos que se atreve a romper el silencio pero desde el anonimato por razones obvias. Según dice, hombres y mujeres entran por puertas separadas al centro y solo pueden coincidir en momentos muy concretos. “Eso es un problema. Hay pocas doctoras mujeres y las que hay no tienen demasiada experiencia, así que la mortalidad femenina ha aumentado. Cada día veo pasar camillas con pacientes muertas”, asegura. También explica que a la salida los talibanes revisan las pertenencias de los trabajadores para comprobar que no se llevan medicinas ni material del hospital, cosa que antes era habitual. Y asegura que el nuevo director del centro es un talibán que no tiene ni idea de medicina.

Un catedrático que también acepta hablar de forma anónima asegura que en la Universidad de Kandahar pasa lo mismo. El nuevo rector es un talibán sin formación. “En la facultad de Informática solo queda un profesor, y en la de Medicina unos cuatro o cinco. Antes había veintinueve”, detalla. Se ha producido una auténtica desbandada. Quien ha podido exiliarse se ha ido. Según dice, en la facultad de Medicina es en la única donde las mujeres continúan estudiando. “De 500 alumnos, hay solo unas veinte mujeres, pero eso ya era así antes de los talibanes. Lo que es nuevo es que este año no se ha presentado ni una sola mujer a la selectividad para estudiar medicina. No sé qué qué futuro nos espera”, lamenta. 

Cerca del centro de Kandahar hay un taller de confección para mujeres. Sigue abierto a pesar de los talibanes. Una decena de mujeres van allí cada día a bordar y cosen a cambio de un sueldo. Lo que confeccionan se exporta después al extranjero. Dicen que están contentas de que los talibanes las dejen seguir trabajando, salir a la calle y comprar en el mercado. También agradecen que no haya ya atentados. “Nuestra vida no ha cambiado con los talibanes”, repiten todas. Hay que hacerles muchas preguntas para descubrir algo que pudieran hacer antes y ahora no. La mayoría nunca fueron a la escuela, pero no porque los talibanes no se lo permitieran sino porque sus familias no las dejaron o las casaron cuando eran unas crías.

“Antes íbamos a un parque algún viernes y nos sentábamos en el césped. Ahora solo los hombres pueden hacerlo, nosotras no”, admite por fin Gulsum, de 19 años. “Claro que a nosotras también nos gustaría que nos tocara el aire”, añade. Pero sus vidas siempre ha sido estar encerradas en casa y no se plantean otra realidad con o sin talibanes.

 

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