Un año en la isla de Buda, en la primera casa que el mar tragará
Gabi Martínez publica 'Delta', un libro que expone todas las caras del debate urgente de la emergencia climática en las Terres de l'Ebre
Isla de Buda"Los animales te ayudan. Las libélulas, las arañas y los dragones me protegían de los mosquitos", dice el escritor Gabi Martínez al mostrar a un grupo de periodistas el lugar en el que vivió durante un año para escribir Delta, que recibió la beca Finestres de no ficción. Es una casita situada en la isla de Buda, una zona de humedales en el delta del Ebro que alberga 350 especies de aves diferentes. Se trata de la última casa antes del mar y la primera que va a desaparecer en Europa a consecuencia del cambio climático. De hecho, le quedan entre dos y tres tormentas para ser tragada por el mar, que arrasará vegetación y biodiversidad, una cifra que voces expertas datan en "unos 20 años si no se actúa", alerta el escritor, que ya explicó la su experiencia como pastor en la Siberia extremeña en Un cambio de verdad (Seix Barral). Mientras estuvo en el Delta, después del Gloria y en plena pandemia, desarrolló dos estrategias ante la posible inundación: huir en bici o subirse al tejado de la casa y esperar. El libro, publicado por Seix Barral en castellano y por Ara Llibres en català (con traducción de Maria Climent), ha llegado a las librerías esta semana.
La isla, que sólo es isla unos meses al año, tiene una parte que es parque natural y otra propiedad privada. Por tanto, la entrada del autocar en este lugar que sólo frecuentan unos pocos da la impresión de lugar sagrado mientras unas cabras nos hacen de anfitrionas y nos recibe Willam, un trabajador que mezcla catalán y castellano siendo capaz de respetar las estructuras de ambas lenguas y las expresiones deltaicas a la perfección. El Willam añora a Martínez, con quien pasó muchos atardeceres. De hecho, añora a las personas: "La soledad aquí es dura. Cuando empecé hace 17 años, pensaba que no aguantaría".
Animales o personas
La familia Borés es la propietaria de Buda, y Guillermo Borés administra esta tierra donde su equipo de trabajadores cultiva arroz, pesca y caza. En el libro, Martínez se inspira en Borés para dar voz al personaje de Mateo Gallart. Ambos comparten el enfado con las administraciones para no intervenir y con los ecologistas por querer hacerlo sin tener en cuenta a las personas que trabajan en él. "Aquí los flamencos importan más que las personas", comentan en el libro en una cena los trabajadores, que fantasean con zamparse uno. 40.000 de estos animales rosas símbolo de las marismas y reclamo turístico pasan cada año por Buda y destrozan los arrozales.
Los Gallart son una familia del Opus que decidió cultivar Buda durante la segunda mitad del siglo XX y que tuvo una setenta de familias trabajando. A inicios del XXI los cambios de la producción industrial obligaron a Mateo a despedirlas. No sabemos hasta dónde Mateo se parece al Guillermo, que explica a los periodistas cómo el mar se ha comido 3 km de playa. "El mar nos ha declarado la guerra y las primeras trincheras las tenemos aquí", espeta Borés, que sospecha que las administraciones no intervienen porque la devastación permitiría expropiar la tierra.
El arroz está recién cosechado, pero el campo todavía es verde . Pronto soltarán los animales y todo quedará teñido de un pardo embarrado. Hacia primavera volverán a sembrar, crecerá el amarillo y, más tarde, abrirán el agua, y el suelo se llenará de espejos. Martínez recuerda en este paisaje a su padre, que era pintor de paredes, un lugar que lleva al escritor a confrontar la muerte y aceptar los ritmos naturales porque, como el del Llobregat, como el del Nilo, o el del Misisipi, "uno delta no es más que un lugar al que algo llega y el resto comienza".
Ecólogos en 'prime time'
Simbiosis e interdependencia se repiten en el entorno: las urracas coronan a los caballos salvajes, también para protegerlos de los insectos; las dunas como la que Martínez convirtió en su oficina protegen al Delta, y también lo hacen los sedimentos, cada vez más inexistentes porque se acumulan en los embalses construidos con el franquismo como el de Mequinenza o el de Ribarroja. Todo el mundo quiere salvar al Delta, pero no hay entendimiento en el cómo. Por eso Martínez dibuja todas las partes en esta convivencia de aguas (que dice Zoraida Burgos), formada por el río, el mar, el canal y la laguna, un lugar de mezcla de culturas perfecto "para practicar el diálogo" que debería de estar en prime time, dice Martínez, que también utiliza la mixtura entre investigación y experiencia personal.
Imaginemos poner en el centro el debate: ecologistas que quieren llevar sedimentos, campesinos que apuestan por ampliar la playa de forma artificial y una administración aparentemente sin voluntad. Pero a Guillermo sólo le queda confianza en la ciudadanía. Y es por eso que abrió sus puertas a Martínez ya otros artistas, y ahora también a nosotros, porque hay una emergencia medioambiental y urge difundirlo.
Alguien dice que las cabras le han alegrado la semana y, de vuelta, hablamos de animales y de supervivencia en la montaña, y hay quien se replantea por enésima vez la vida urbana. Pero quizá incluso la romantización –de la que Martínez huía probando cada día la tierra de Buda y aprendiendo a atarle las pinzas al crack azul– tiene los días contados. Mateo pensaba que el cambio climático eran especulaciones hasta que, de repente, lo vio. Hemos visto su valor y su regresión. Es octubre y hay 30 grados fuera. Lo estamos viendo, y es imposible negarlo. Hay que hacer algo.