El pasado sábado, que celebrábamos el Día Mundial de los Museos, soñé que seguíamos siendo una nación pionera. Las inercias duran un tiempo –incluso en manos de mediocres o desganados– pero se acaban y, en mi opinión, estamos dejando de ser un pueblo vanguardista, ágil y siempre ávido de novedades, que es como suelen ser los países pequeños con organizaciones más eficaces, humanas y, en resumidas cuentas, mejores. Aprovechando la ocasión soñaré en museos, dado que representan bien el nivel de civilización y prosperidad de una sociedad.
Sueño mi país con los museos públicos todos gratis. Sólo aportaciones discrecionales, quien quiera. No importa que vayan los de siempre igualmente, se trata de una cuestión de principios y, con el tiempo, quizá el círculo vicioso se rompa. Sueño horarios mucho más amplios. Cualquier espacio que cierre a las siete o incluso a las ocho sólo puede ser visitado por jubilados y otros cuatro. El resto de ciudadanos difícilmente podemos ir entre semana y las opciones van menguando. En contraste, nuestro comercio y servicios hace horarios maratonianos para atraer a un turismo de birra y pandereta campeón mundial de balconing y alboroto en las calles hasta la madrugada. Si no nos respetamos a nosotros mismos, cómo queremos que nos respete nadie. Sueño que abrimos los museos, al menos, tantas horas como los bares. Sueño con que personas en situación de paro, riesgo de exclusión, los propios jubilados o jóvenes inactivos, lo hacen posible –un debate tabú cuando sería una responsabilidad enriquecedora y una inyección de autoestima para muchos de ellos–. Sueño que encontramos soluciones imaginativas, o que aplicamos las que ya están inventadas, porque no quiero un país de museos cerrados y barras siempre abiertas, dígame soñadoras.