La doctora que vive bajo custodia policial: "Recibo amenazas anónimas constantemente"
En el noreste de Pakistán, la joven psicóloga clínica Saba Gul libra una batalla contra la epidemia silenciada de la droga y desafía a diario las normas morales y religiosas que prevalecen en la comunidad pastun a la que pertenece
Charsadda (Pakistán)Existe una palabra en pastún empleada para referirse a las mujeres fuertes y valientes: narakhaza. Significa, literalmente, ‘mujer hombre’ (escrito hombremujer), lo cual es un fiel reflejo de los roles de género patriarcales tan arraigados en las familias que habitan el centro-este de Afganistán y el noroeste de Pakistán. En ese proceso de socialización inconsciente que implica crecer en una lengua determinada, las criaturas pastún aprenden que el emprendimiento y la osadía son características inherentes a los hombres, mientras que el honor, la obediencia y la abnegación son las mayores virtudes de las mujeres.
En la capital fronteriza de Peshawar, a escasos 50 kilómetros de Afganistán y en el mismo límite con las áreas tribales de Pakistán, nació, hace 23 años, la doctora Saba Gul. Su padre Hameed le dice narakhaza; lo hace desde que era una niña y la observaba jugar al cricket con arrojo, “como un hijo”. Así la recuerda también su hermano Ahmad Khan, quien hoy colabora en el centro Rokhana Saba (Futuro Luminoso) que ella dirige en la localidad vecina de Charsadda. “Cuando me contó que quería emprender un proyecto para ayudar a personas drogodependientes, pensé que se había vuelto loca”, confiesa Ahmad. Pero lo ha conseguido. Una media de 400 pacientes al año se recuperan de sus adicciones en este modesto lugar que representa una revolución sin precedentes en la región más conservadora del país. Lo es porque lo lidera una chica joven, independiente; porque se enfrenta a la coacción de los traficantes que pretenden amedrentarla, y porque se encara también con familiares, vecinos y líderes religiosos que la critican, en palabras de la propia Saba Gul, por trabajar rodeada de hombres y dormir fuera de casa.
Sintió el deber siendo adolescente. “Nuestra madre pasó un período largo ingresada en el Hospital Lady Reading, y cada vez que iba a visitarla veía a toda esa gente consumiendo en los alrededores del edificio”, cuenta la psicóloga. En una ocasión se acercó a preguntarles por qué no lo dejaban… “me contestaron que era la droga la que no quería dejarlos a ellos”. Entonces lo desconocía, pero ahora sabe que se trata de una sustancia altamente adictiva porque, entre otros elementos, contiene opiáceos provenientes de Afganistán o de las regiones tribales de Pakistán. Según detalla la doctora Gul, para obtener esta variante ‘homemade’ del ice o crystal meth, los traficantes mezclan fertilizantes agrícolas con pastillas para dormir y otros fármacos opioides, u opio.
2.500 kilómetros de frontera porosa con Afganistán
El endurecimiento de los controles paramilitares pakistaníes a lo largo de la frontera (Frontier Corps) y el cierre de varios pasos naturales son las principales estrategias del Estado en su guerra contra el tráfico de esas sustancias. Al tiempo, con la vuelta al poder en 2021, el régimen talibán anunció la prohibición del cultivo de la adormidera en Afganistán, la amapola de la que se extrae el principio narcótico.
Sin embargo, los datos arrojados por el último informe de la UNODC (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) dibujan un panorama bien diferente: la producción de opio ha crecido un 8% desde la llegada de los talibanes, y Afganistán sigue siendo el primer productor a nivel global (86% de la cosecha mundial). Las hectáreas de mayor producción se encuentran en la provincia de Helmand, en la misma linde de Pakistán, país de tránsito hacia los grandes mercados de Eurasia y África. Por lo tanto, y a pesar de las vallas y las concertinas, la Línea Durand sigue siendo una divisoria porosa de más de 2.500 kilómetros para el negocio del opio y otras mezclas derivadas.
“Precisamente por esa cercanía a la frontera– señala Saba Gul–, hace años que este lugar se ha convertido en la capital del ice barato; vienen desde otras provincias aquí, a por ello, es una epidemia”. Un gramo cuesta 500 rupias (1,64€) en Peshawar, y 250 rupias (0,82€) en Charsadda. La zona denominada Karkhano Market es uno de los puntos calientes de compraventa. Si bien hace un año el Gobierno anunció una campaña dirigida a “rescatar de la calle y reinsertar” a las personas drogodependientes, la doctora Saba Gul y su equipo creen que se trata de una operación de lavado de imagen del gabinete encabezado por el primer ministro Shehbaz Sharif: “Es mera propaganda, no es cierto que esas personas hayan sido ingresadas y tratadas en centros acreditados; simplemente se los han llevado de aquí”, apunta la doctora.
En ese sentido, Dawood Shah, gerente, denuncia que ninguna institución pública ha apoyado jamás la iniciativa Rokhana Saba. “Las familias pudientes se costean los tratamientos de los suyos –aclara–, pero otras muchas no se lo pueden permitir”. De hecho, más del 60% de los pacientes son protagonistas del acuciante éxodo rural que vive Pakistán como consecuencia de la crisis climática. “Emigran a las ciudades en busca de oportunidades, y encuentran en las drogas la única forma de escapar de su frustración”. Sin la implicación de las autoridades, dependen de las donaciones privadas y las caritativas para financiar todos esos casos.
Seguir a pesar de las amenazas
“Ingresé porque quiero recuperar lo que tenía; necesito luchar por mis dos hijos”. Abdurqadir tiene 40 años y cayó en la adicción hace cinco. Superados los períodos de desintoxicación y rehabilitación, ahora pasa los días en las estancias reservadas para los pacientes en fase de recuperación; se entretiene jugando al parchís con sus compañeros o haciendo ejercicio físico. “He hecho muy buenos amigos aquí, pero no veo el momento de salir y buscarme un buen trabajo”. Si todo va bien, en tres semanas podrá abandonar la clínica.
Historias como esta son “la razón para seguir” de Saba Gul, porque admite que otras muchas veces llora: “Recibo amenazas anónimas constantemente" –dice–; los traficantes ven su negocio en peligro, y quieren que me marche”. Teme por su seguridad, por eso un agente la custodia durante las 24 horas del día. Siempre cubre su rostro y confiesa que ya no sale ni tan a menudo ni con la tranquilidad con la que lo hacía antes. “Pero no voy a ceder, porque creo en lo que estoy haciendo. Ven, mira…” Me muestra otros espacios de la clínica: su despacho, con todos sus diplomas y acreditaciones, y también ocho monitores de videovigilancia; un cuarto contiguo y el camastro donde duerme; la cocina; la farmacia… me invita a recorrer los pasillos para conocer a más pacientes.
Hafizumair era universitario cuando comenzó a inyectarse. “Era muy buen estudiante, aún hoy soy capaz de recitar el Corán de memoria”, cuenta orgulloso. Comparte habitación con otros cinco hombres infectados por el VIH. Avanzamos entre paredes desconchadas, bajo decenas de miradas curiosas, y llegamos a una de las estancias más amplias. Muhammad Asim empezó a mascar snuff a los 13 años, luego probó el cannabis con su primo, y ahora, a los 28, es adicto al ice. “En la doctora veo un refugio, aquí estoy tranquilo”, dice. Saba Gul aprovecha para señalar que la juventud pakistaní sufre grandes niveles de estrés por la creciente inflación, la inestabilidad política y el futuro cada vez más incierto. Sin embargo, lamenta que la salud mental es una gran desconocida e inaccesible para la inmensa mayoría los ciudadanos: “Los trastornos por ansiedad o depresión no se tratan”, añade.
Si es lugar para una mujer
No hay mujeres ingresadas en el centro, pero sí un módulo preparado para ellas. De cada 400 hombres de media al año, solo tres mujeres reciben tratamiento en la clínica Rokhana Saba. “La salud mental y más aún las adicciones, ni qué decir las drogas, son tabú en el caso de las mujeres –explica–, tanto para ellas como para sus familiares es tremendamente deshonroso verse aquí”. Lleva su relato a un plano algo más personal y cuenta que en esta región tan hermética de Pakistán a menudo se sienten solas, y carecen de espacios compartidos donde poder expresar sus sentimientos. “La incertidumbre, los matrimonios concertados, la falta de empleo, los problemas ambientales y las cosechas… también nos afectan a nosotras, pero nos impiden expresarlo”. Ese estigma tiene su reflejo en los patrones de consumo. “Ellas se enganchan a medicamentos que toman en casa: ansiolíticos, o analgésicos tan fuertes como el Tramadol que, sin embargo, se pueden adquirir fácilmente sin receta médica”. Comprar en una farmacia tiene una menor carga de prejuicios que buscar droga en la calle. Algunas otras, sobre todo las compañeras de los traficantes, también consumen ice.
Por cada mujer que acoge y cuida, Saba Gul siente ganar una pequeña batalla en su particular lucha por una sociedad pastún más justa y equitativa. Varios parientes cercanos han cortado su relación con ella, siente que tanto en Charsadda como en su Peshawar natal la gente le ha dado la espalda, y también los mullah la desaprueban por lo que hace. Pero no va a cesar en su empeño. “Dicen que debería estar casada, que no es lugar para una mujer, pero se equivocan. Este es mi trabajo y mi misión”.