Los quebrantahuesos también bailan
El festival Dansàneu toma vuelo con su mirada plural y diversa de la cultura desde las alturas del Pirineo
Esterri d'ÀneuEl olor a lluvia en las Valls d'Àneu no tiene nada que ver con el aroma que desprenden el Valle de Boí, la Vall Fosca o el Vall d'Àssua cuando llueve. De hecho, se crea tal atmósfera que resulta irrepetible por mucho que la busquemos en otros parajes similares. Así pues, la fragancia de los extensos bosques maduros de pino negro, abeto y pino silvestre empapados por la humedad se cuela por las ventanas medio bajadas de mi coche a las puertas de Esterri d'Àneu, donde el Dansàneu, Festival de las Culturas del Pirineo, afronta su recta final.
Llego antes de lo previsto por la insistencia de Rut Martínez, su directora artística, que de ninguna de las maneras querría que me perdiera el espectáculo de danza vertical Fargar, de Berta Baliu y Pere Vilarrubla. Ahora bien, las paredes de la central hidroeléctrica de Esterri resultan impracticables para cualquier danza vertical que no implique, simplemente, deslizar, lo que obliga a la organización a cancelar el espectáculo.
El olor de Dansàneu, sin embargo, ya se ha enclavado en mis narinas irremediablemente, y es que desde el 26 de julio hasta el viernes 2 de agosto una veintena de actos han dejado el aroma en cada uno de los rincones de este precioso municipio de la comarca del Pallars Sobirà, rozando el río Noguera Pallaresa. La gente que habita se mezcla con los turistas que pernoctan con una increíble naturalidad, por lo que la presencia de público del Dansàneu tampoco desentona.
Todos los caminos me acaban llevando al Tastán, una parada gastronómica en mi itinerario que me permite degustar el palpís, un plato elaborado típico pallarés a base de cordero relleno de ajo y tocino. Y he aquí mi sorpresa cuando me doy cuenta de que la primera persona en remangarse en la ardua tarea de organizar la cola, recoger los tickets y repartir los platos es la misma Rut, a la que no se le caen los anillos por hacer lo que no se supondría a la directora artística de un festival. Sorprendido, ocupo mi asiento para disfrutar del concierto de Marala, en el que la catalana Selma Bruna, la mallorquina Clara Fiol y la valenciana Sandra Monfort me transportarán a los bailes de velatorio del País Valenciano, a las canciones de muerte de Baleares ya las misas de difuntos clásicos. Después de expiarlo todo, la cama me abraza mientras, de nuevo, el olor a tierra húmeda invade mi habitación a través de la ventana abierta.
El desayuno del día siguiente, lejos de convertirse en un mero trámite, desemboca en una amalgama de monólogos, diálogos y conversaciones grupales entre artistas, espectadores y periodistas en las que las visiones de unos y otros se entremezclan configurando un alboroto perfectamente comprensible. La escena se repetirá poco después, cuando un autocar nos lleva a todos hasta la plazoleta de Estaís, en Espot, para formar parte de una experiencia ritual común dirigida por Inka Romero. De esta forma, los animosos coloquios sobre ruedas se erigen en improvisados teloneros para Fandango reload, una exploración de las danzas populares que pone en común los vocabularios de la danza tradicional y las danzas urbanas en un ejercicio de rematerialización de la memoria que derivará en un debate sobre qué posibilidades debe recuperar la danza de calle durante el trayecto de regreso en Esterri.
Tiempo para surfear (y volar)
La experiencia de contemplar las piruetas de los surfistas en cámara lenta de Joan Miquel Olivé desde un lugar tan bonito como la iglesia de Santa Maria de Àneu en Escalarre logra superar las expectativas de todos los presentes, también del cantante Albert Pla, que no para de corear las letras de su compañero de profesión en materia de iconoclastia, sarcasmo y provocación. En este sentido, un Olivé completamente desbocado disparó a diestro y siniestro contra el clasismo y la ignorancia desde un altar que no debía profanar para apropiárselo de pleno derecho. Por último, las letras agudas y el espíritu satírico de La Ludwig Band cerraban la jornada del sábado con una de las propuestas más comerciales de la programación.
Tal vez desorientado por el alud de experiencias sensoriales vividas en los últimos días, el domingo me dejo guiar por Albert Pla, que se adentra en las entrañas de Esterri d'Àneu con una pose desorientada que en su caso sí le es propio, hasta que topamos con una fachada pintada de arriba abajo por un tal Swen Schmitz, que más tarde identificaré con un muralista de Ivars d'Urgell que se dedica a contar paisajes a través de murales naturalistas de gran formato sobre la fauna singular que podemos encontrar en los distintos hábitats. Aquí la elección del quebrantahuesos no es gratuita, dado que Esterri cuenta con una cincuentena de parejas reproductoras de esta especie en peligro.
Volando majestuosamente como si estuviera danzando en el marco de este Dansàneu, el quebrantahuesos pintado por Schmitz dirige los pasos de la bailarina Lara Brown, que plantea una reflexión performativa sobre cómo nuestros cuerpos hacen de contenedores de las nuestras danzas del pasado para que puedan atravesar el tiempo y aparecer en el presente. Mientras, Rut Martínez dirige el tráfico, que la organización no ha podido cortar por falta de vías alternativas, en una muestra más de la implicación de todas y todos en un festival que toma vuelo al mismo ritmo que su quebrantahuesos.
Con la combinación entre la música de la Rufaca Folk Jazz Orchestra y los bailes del Esbart Català de Dansaires me despido del 33 Dansàneu. Otras obligaciones me obligan a perderme el espectáculo de clausura del festival, la producción propia Las hijas de cama. Las críticas alabarán los textos de Carlota Gurt, la puesta en escena de Sol Picó y la música original de la Barcelona Art Ochestra, pero yo ya habré llegado a casa, lejos de un festival donde no falta ni sobra nada, ni tan sólo la lluvia de una tarde de verano que imposibilita un suceso pero hace posible otro que se fragua a vista de pájaro. Concretamente, quebrantahuesos.