El síndrome de Gilles de la Tourette, una condición poco conocida y poco atendida

La Asociación Tourette Catalunya nace como una herramienta para atender a las personas afectadas, a sus familias y a los educadores

Ramon Pujades i Beneit
6 min
El síndrome de Tourette condiciona la vida familiar y claro  de los niños que la sufren.

Este escrito va dirigido a familias, maestros, profesores y educadores para que puedan tener un conocimiento sobre la naturaleza del Síndrome de Gilles de la Tourette, las dificultades que conlleva y sus implicaciones educativas familiares, escolares y del ocio. Quiere ayudar a gestionar con acierto la educación de los chicos y chicas afectados.

  • “¡No muevas tanto la cabeza que acabarás haciéndote daño a las cervicales!”
  • “¿A qué viene ahora este ‘hiip’, ‘hiip’. ¿Tienes hipo? Bebe agua, que se te pasará”. Pero no pasa.
  • “¿Por qué parpadeas tanto? ¿Te duelen los ojos?” 
  • “¡Y ahora das saltitos! ¿Pero por qué te da por eso, ahora?
  • ...

Estas y otras muchas preguntas se las hacían los padres de Jordi, de seis años de edad, cuando, sorprendidos, observaron unas conductas que su hijo no había tenido antes. Las conductas se prolongaban y aparecían otras, repetitivas, y a menudo molestas para el entorno.

Los padres, ya hartos de estos movimientos y ruiditos, finalmente reaccionan de una manera contundente: "¡Quieres hacer el favor de parar estos movimientos y este hipo! Si no paras, te quedarás sin ver los dibujos hasta la semana que viene". Y Jordi ya no pudo más y estalló: "¡Es que no puedo! ¡Es que lo hago sin querer! ¿Por qué me castigáis si no puedo evitar esto que tanto os molesta?"

Esta situación se reproducía quizás con más virulencia en la escuela: Jordi era regañado, castigado e incluso alguna vez expulsado a raíz de su extraña conducta. Maestros y educadores acabaron pensando que era un niño indisciplinado, maleducado, consentido... La causa eran, pues, los padres, particularmente la madre, que no había sabido poner límites a la conducta molesta de su hijo. La confrontación con la familia estaba servida. En no pocos casos el cambio de escuela era la única salida que quedaba a los padres porque no sabían explicar el motivo de la conducta de su hijo. Pero la historia se repetía, porque ni padres ni educadores tenían la más mínima idea del motivo de esa conducta que llamaba tanto la atención.

Finalmente los padres decidieron buscar ayuda en una pediatra. Le explicaron qué pasaba con su hijo y la doctora le quitó importancia. "Ya se le pasará. Estas cosas pasan en el periodo de crecimiento. No le deis más importancia". Como esta conducta no remitía, probaron una visita a una psicóloga. La respuesta fue peor: "Esta conducta se debe al hecho de que usted, su madre, no prestó suficiente atención a su hijo, de forma que ahora hace estos movimientos y vocalizaciones persistentes para que esté por él". Evidentemente, la madre se sintió muy mal, con una sensación de culpabilidad que, con todo, pronto se quitó de encima porque ella sabía que había prestado atención emocional a Jordi cuando la necesitaba, no lo había dejado de lado. 

Los años iban pasando y las conductas de Jordi persistían pero iban variando: se agachaba regularmente, gritaba, repetía palabras e incluso había ido profiriendo palabras malsonantes.

No satisfechos de cómo iban las cosas, decidieron pedir una exploración neurológica. En el hospital le hicieron un electroencefalograma y un escáner. Resultado: totalmente negativo, no había ninguna anomalía neurológica observable.

Por consejo de un familiar médico, que les recomendó una neuropediatra de un hospital infantil, finalmente encontraron el solucionador. Apenas entrar en el despacho de la consulta, la médico, que ya estaba al corriente porque este familiar le había hablado del caso, y porque Jordi seguía haciendo sus movimientos y vocalizaciones, exclamó sin dudar: "¡Es el síndrome de Gilles de la Tourette!" Y añadió que, conociendo las características de estas conductas, era muy fácil de diagnosticar: se trataba de tics nerviosos crónicos, motores y vocales, que duraran más de un año y que no fueran debidos al consumo de medicación o de sustancias tóxicas. Añadió que no se trataba de una condición minoritaria sino que afectaba a un uno por mil de la población mundial. El problema es que no llega suficiente información ni siquiera a los profesionales de la medicina, que se quedan perplejos ante este cuadro clínico. 

En los padres apareció inmediatamente una doble emoción. Por un lado, de alivio: finalmente sabían con certeza de qué se trataba y se había acabado la peregrinación de médico en médico; pero también de espanto en el momento en el que la doctora les informó de que se trataba de una condición crónica para la que no había ningún recurso farmacológico específico. Además, supieron que había un componente genético que los padres le habían transmitido. Se llegaron a sentir responsables de la afectación crónica de su hijo. Se les cayó el mundo encima. ¿Cómo tenían que afrontar esta nueva situación sobre la que ya tenían conocimiento de causa? ¿Cómo tenían que gestionar la conducta de Jordi en casa? ¿Qué pasaría en la escuela? ¿Y en el esplai, donde Jordi se pasaba horas? Y la familia extensa, ¿cómo se lo tomaría? 

Para empezar decidieron informar al entorno de Jordi, tanto la familia como la escuela y el esplai. Sabían que, aunque al comienzo costara, la mejor manera de gestionar la relación con Jordi era obviar los tics tanto como se pudiera. También supieron que había técnicas terapéuticas de tipo congnitivo-conductual (un entrenamiento) que podían paliar los tics sin, sin embargo, hacerlos desaparecer. Los resultados de estas técnicas, informaban las psicólogas que las utilizaban, eran muy satisfactorios, de forma que propusieron a Jordi participar en las sesiones de este tipo de terapia. Y poco a poco, tanto por la evolución natural de la afectación (en la tardoadolescencia acostumbra a empezar a menguar) como por los efectos de la terapia, los síntomas fueron disminuyendo y así mejoró mucho la relación de Jordi con su entorno.

¿Y qué pasó en la escuela? Para empezar los padres informaron sobre la naturaleza de la afectación de su hijo con su nombre: “Síndrome de Tourette”. Dejaron claro que lo primero que hacía falta era olvidarse de la interpretación negativa que hasta entonces había tenido, aceptar la presencia de los tics y gestionar las dificultades que podían generar tanto en Jordi como en sus compañeros. La imaginación y la creatividad de los educadores encontrarían recursos para afrontar estas dificultades y, en todo caso, siempre podían contar con el asesoramiento de la Asociación Tourette Catalunya. Ignorar los tics, dejar hacer salidas de clase acordadas con Jordi, como por ejemplo hacerle algún encargo cuando los tics fueran particularmente molestos... En cualquier caso no había que situarlo en un aula de educación especial porque la gestión en el aula ordinaria era posible y, todo sea dicho, el coeficiente intelectual de Jordi, así como de todas las personas afectadas, era muy bueno y podía adquirir con facilidad los conocimientos y habilidades que se pedían para su nivel educativo.

Los padres y el propio Jordi se dieron cuenta muy pronto de cómo cambiaba la actitud de sus educadores una vez informados con el conocimiento y aceptación por parte del chico: una predisposición excelente, una imaginación despierta para encontrar las adaptaciones necesarias en cada caso y afrontar las dificultades que iban apareciendo. Incluso decidieron evitar la denominación síndrome de Tourette para no etiquetar al niño, porque Jordi era mucho más que su “condición” que lo hacía diferente, como diferentes somos todos. A pesar de su dificultad para relacionarse normalmente con sus compañeros, y una vez informados por el propio Jordi, que ya había aceptado su condición, sobre el porqué de su conducta, poco a poco fue consiguiendo hacerse un grupo de amigos. Desaparecieron los conflictos que habían aparecido antes de la información (aislamiento, incomprensión, incluso acoso...) y entre el profesorado no era infrecuente oír esta afirmación: “Es un chico encantador, se hace querer”. Sí, Jordi, como la mayoría de chicos y chicas afectados por el síndrome de Tourette, era encantador, amable, transparente, con muy buena relación con los adultos, entre otras muchas calidades más allá de la inteligencia ya mencionada.

El entorno familiar, escolar y del ocio experimentaron un cambio radical. Del miedo por el futuro emocional y profesional de Jordi evolucionaron hacia la convicción de que el chico podía tener, y tendría, una vida satisfactoria, y posiblemente podía destacar en algún aspecto de sus habilidades. Porque poco a poco padres y educadores fueron teniendo noticia de personalidades en la historia de la cultura, de la política y otros que partían de esta condición: Napoleón, André Malraux, Samuel Johnson... y, en nuestros días, nuestro escritor Quim Monzó, la cantante y compositora Billie Eilish o el futbolista norteamericano Tim Howard, entre otros muchos. 

Con esta comprensión y las adaptaciones apropiadas, Jordi cursó los estudios secundarios y superiores sin grandes dificultades. Eso sí, informaba al profesorado y a los compañeros de la naturaleza de su conducta extraña y recibía una respuesta, un tratamiento correcto e incluso cariñoso. En este momento es licenciado y desarrolla una vida profesional digna.

Se trata de una condición crónica, ciertamente, pero que se puede gestionar eficazmente. Además, hay que subrayar las posibilidades de desarrollo de las calidades, las fortalezas, de estos chicos y chicas que, en la edad adulta, tendrán una vida razonablemente satisfactoria y que pueden hacer aportaciones significativas a la ciencia y a la cultura.

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