De la mesa de diálogo entre los gobiernos catalán y español salió, en la tercera cita a finales de julio, el objetivo de promover el catalán en el Parlamento Europeo y en el Senado. El ejecutivo de Pedro Sánchez se ha comprometido, antes de finales de año, a solicitar "a la presidencia del Parlamento Europeo que considere el catalán como lengua de uso en el pleno y a efectos del ejercicio del derecho de petición ante la institución". La decisión la tendrá que tomar la mesa de aquella cámara, presidida por la conservadora Roberta Metsola. No hay nada garantizado. A la vez, el ejecutivo del PSOE y Unidas Podemos también ha adquirido ante el ejecutivo de Aragonès el compromiso de promover durante esta legislatura "las reformas reglamentarias en las Cortes Generales para ampliar el derecho de los representantes de los españoles a hacer su tarea en todas las lenguas del Estado", cosa que "comenzará por impulsar la revisión del reglamento del Senado" para que sea posible hacerlo en esta cámara. También habrá que ver aquí si hay una auténtica voluntad y qué capacidad de obstrucción tiene la triple derecha.
Es evidente que, si se quiere una respuesta afirmativa en el Parlamento Europeo, antes hay que hacer un gesto en las cámaras españolas. Sería realmente paradójico que se pudiera hablar antes catalán en Bruselas que en Madrid. De hecho, clama al cielo que después de más de cuatro décadas de democracia los presidentes del Senado y el Congreso todavía tengan que llamar al alto a los parlamentarios que usan el catalán, el vasco o el gallego. Es realmente chocante ver, por ejemplo, a Meritxell Batet impidiendo a algunos diputados hablar en un idioma que también es el materno de ella.
La cruda realidad es que el simple hecho de hablar de la España plurinacional pone muy nervioso a un nacionalismo español que tiene en la lengua un pilar construido sobre la negación o minorización de las lenguas hermanas. La Constitución de 1978 pasa de puntillas por la plurinacionalidad (usa el eufemismo nacionalidades) y otorga al castellano (no habla de español) el rango de lengua oficial de obligado conocimiento, mientras que el resto de idiomas son cooficiales en sus respectivos territorios. De forma que desde entonces el catalán, igual que el vasco y el gallego, han estado absolutamente ausentes de la vida pública y cotidiana de los territorios monolingües castellanos, donde el mencionado nacionalismo español más extremista se ha encargado de mantener vivo el prejuicio histórico contra aquello que el franquismo denominaba "lenguas vernáculas".
La beligerancia contra el catalán ha sido una constante usada sin miramientos por la triple derecha, uno de sus tics supremacistas más recurrentes. Solo hay que recordar las campañas incendiarias y la persecución judicial, hasta hoy, contra la inmersión lingüística en la escuela y contra Tv3. No es que no se haya hecho nunca pedagogía del plurilingüismo en el Estado, sino que se ha permitido y se ha aplaudido una demagogia constante en las Cortes, en los medios de comunicación y en los tribunales.
Ante esto, el acuerdo de la mesa de diálogo, si se hace efectivo, tendría que servir para empezar a romper un arraigado tabú lingüístico. El uso del catalán en las instituciones del Estado y en las europeas es una reivindicación histórica y un déficit cultural y democrático.