El 26 de febrero de 1976, dos días antes de que expirara el plazo acordado con Marruecos, España abandonó a su suerte una parte de su territorio, la provincia del Sáhara. Conviene recalcar que se trataba justamente de una provincia española desde que así se dispuso legalmente el 10 de enero del año 1958. A fecha 26 de febrero de 1976, pues, este territorio no era de ninguna forma una colonia, una plaza de soberanía u otro tipo de entidad territorial. La ley del 19 de abril de 1961 decía en el artículo cuarto que "La provincia del Sáhara gozará de los derechos de representación en Cortes y demás organismos públicos correspondientes a las provincias españolas". En cambio, la ley del 18 de noviembre de 1975 –es decir, dos días antes de la muerte de Franco– rectificaba miserablemente para ahorrarse la vergüenza de una traición histórica y afirmaba que el territorio estaba regido por "[…] un régimen peculiar con analogías al provincial y que nunca ha formado parte del territorio nacional". El gobierno español se olvidó así de la existencia de miles de compatriotas en el sentido legal de la palabra (con DNI, representación en las Cortes, etc.). Hoy nadie recuerda que la ONU nunca ha reconocido los Acuerdos de Madrid, firmados el 14 de noviembre de 1975. De hecho, lo que se desprende del artículo 2 de este tratado es que España pactó una administración provisional sin ceder ninguna soberanía a Marruecos o a Mauritania. Algunos juristas consideran que "España, de iure aunque no de facto, continúa siendo la potencia administradora, y como tal, hasta que no finalice el periodo de la descolonización, tiene las obligaciones recogidas en los artículos 73 y 74 de la Carta de las Naciones Unidas". Una de estas obligaciones, obviamente, era y es colaborar en la celebración de un referéndum de autodeterminación. Nada de nada. Todos los esfuerzos han sido dirigidos a mantener en falso un statu quo territorial que, de hecho, todavía hoy no se sabe muy bien cuál es. Esto también pasa con el islote de Perejil, por ejemplo, pero resulta que el Sáhara Occidental tiene una extensión de 252.000 km² y la ONU lo considera un territorio a descolonizar.
Hasta hace solo unos días, todos los gobiernos españoles posteriores a la muerte del general Franco –todos, sin ninguna excepción– se han adaptado a esta indignidad por la vía de no hablar mucho de ello. Han hecho ver que no se daban cuenta de la vida sin expectativas de los campamentos de Tindouf o de la represión policial marroquí en El Aaiún. Había un trato tácito con Marruecos con relación a la estabilidad territorial de Ceuta y Melilla. Todo esto cambió cuando Marruecos vio que podía chantajear no solo a España, sino al conjunto de Europa, permitiendo que grandes contingentes de subsaharianos saltaran las respectivas vallas de las ciudades autónomas para llegar a territorio de la Unión. La mayoría no son devueltos ni tampoco se quedan en Ceuta y Melilla, sino que se acaban repartiendo por los países de la zona Schengen. Son personas –casi todos hombres, y muy jóvenes– provenientes de países como Gambia o Senegal, donde no hay ninguna guerra ni ninguna situación de hambre u otras calamidades, pero donde tampoco parece que haya grandes expectativas. La mayoría no tiene ninguna formación y sus posibilidades de tener éxito en Europa resultan entre inciertas e ilusorias. Lo que quiere parar la Unión Europea a través de la insólita decisión del gobierno español –que, naturalmente, obtendrá unas ganancias– es la presión creciente de este flujo migratorio tan concreto. Por lo que se ha ido viendo estos días, la cuestión histórica del Sáhara les resulta del todo indiferente.
He aquí un expresivo ejemplo del llamado efecto mariposa: los graves errores políticos de una dictadura agónica llevados a cabo en otoño de 1975 acaban perjudicando gravemente las expectativas vitales de jóvenes subsaharianos nacidos a comienzos del siglo XXI. Y esto es solo una parte del efecto, naturalmente. La decisión también afectará los vínculos con Argelia, con todo lo que esto puede suponer con relación al suministro de gas. Etcétera. Pienso que de todo se puede deducir una lección importante: por graves e incómodas que sean, los problemas no se tienen que dejar pudrir. Es lo que ha acabado pasando con el Sáhara al cabo de medio siglo, y lo que acabará pasando tarde o temprano con cosas tan diversas como el expansionismo ruso, el régimen de los talibanes, las persecuciones étnicas en Birmania o la guerra del Yemen. Los países que lo observan de lejos tienen derecho a actuar o bien a no hacerlo, pero también la obligación de asumir las consecuencias sin escenificar después falsas sorpresas.