Milers de profesores claman en la calle por la dimisión de Cambray
17/03/2022
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Después de los tres primeros días de la huelga de los docentes (todavía hay dos más previstos, y un sexto en defensa del catalán en la escuela), el balance es de una gran movilización que ha forzado a la conselleria de Educación a hacer algunas cesiones inmediatas, y es probable que no tarde mucho en hacer algún otro gesto, sobre todo si se reincide en errores como el de repartir en el Saló de l'Ensenyament un díptico con los cambios en el nuevo bachillerato, unos cambios que todavía no conocen los profesionales. Si se trataba de un pulso, está claro quién ha salido vencedor.

Pero, claro, una huelga en el mundo de la educación no es propia o únicamente una reivindicación laboral, aunque tenga aspectos de esta. Es algo más. En el trasfondo está la preocupación compartida por una enseñanza mejor: el problema es cómo se concreta esta voluntad. ¿Qué cambios se realizan? ¿A qué ritmo? ¿Cómo se pone en práctica, por ejemplo, el nuevo currículo dictado desde el ministerio? ¿Qué se hace con la sentencia del 25% de español? ¿Cuál debe ser la normalidad pospandemia? ¿Cómo se lleva adelante el acortamiento de las vacaciones escolares, largamente reclamado por los expertos? ¿Qué hacer para volver a prestigiar la profesión? ¿Cómo transformar la formación de los maestros? Son muchos los retos pendientes.

Ante los previsibles obstáculos e inercias que pensaba encontrar, el conseller Josep González-Cambray decidió acelerar los cambios y fue por la vía rápida. Se entienden la prisa y las ganas, pero de entrada lo que ha logrado ha sido cohesionar el malestar general, que se le ha girado en contra. Sería una lástima, sin embargo, que la protesta tuviera como resultado el inmovilismo: que la consecuencia fuera un pacto de las cuestiones de carácter más laboral y, en cambio, se dejara el resto, de nuevo, para más adelante. Es decir, que se impusiera el miedo al cambio. Porque precisamente la actitud de muchos de los que han salido a protestar es de exigencia a la administración para que las cosas cambien, para que haya más autonomía para los centros, más confianza en los maestros, más recursos, más empatía de las familias, más motivación de los alumnos, más... De hecho, es la misma exigencia que la sociedad en general tiene con el sistema educativo, que se quisiera que fuera ejemplo de calidad y de orgullo colectivo, de igualdad de oportunidades y de ascensor social, y que en cambio enterrara la imagen de riñas metodológicas o laborales, de lastres funcionariales y burocráticos, de diferencias perennes entre centros públicos y concertados, de queja y desmotivación.

La idea de exigencia debe ser, pues, lo que marque el camino para salir del callejón sin salida. Por parte de todos. De la administración, está claro. Pero también de los estudiantes y de los propios maestros. La otra idea fuerza debería ser el diálogo, pero no un diálogo que duerma los cambios y busque compromisos miedosos, sino un diálogo valiente, para avanzar de verdad. Un diálogo también exigente, que se refleje en los países líderes educativamente, en las escuelas e institutos catalanes que están en la vanguardia.

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